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La bandera nacional destaca durante las protestas anti corrupción frente a la sede del Congreso de la República, el 14 de septiembre 2017, en contra del gobierno del ex presidente Jimmy Morales. Simone Dalmasso

La historia de Guatemala cambia según los parámetros que la miden

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La historia de Guatemala cambia según los parámetros que la miden

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Hay formas oficiales de conocer la historia. La independencia y la noción que tenemos de país se basa en los símbolos de las élites en el poder del Estado: el himno nacional, la monja blanca, la ceiba... Pero para comprender y explicar el pasado y así darle sentido a nuestro presente es necesario construir la historia, pero no solo desde las voces dominantes, sino sobre toco con las que fueron silenciadas.

En su artículo titulado Pensar históricamente el historiador Pierre Vilar dice que «querer pensar la sociedad, es decir su naturaleza, y pretender disertar sobre ello, exige una continua referencia a las dimensiones temporales».

Vilar manifiesta que es necesario reflexionar sobre el hecho de que siempre que se propongan ideas sobre la sociedad están implícitas las dimensiones temporales dentro de las que esta se desenvuelve. O sea, ninguna temporalidad es igual que otra. O bien, cualesquiera que sean esas dimensiones temporales siempre puede presentarse la posibilidad de desviarnos de las que han constituido los ejes centrales que explican la realidad dentro de la que vivimos.

Un ejercicio de tal naturaleza supone situar, medir y fechar de manera constante. Sin olvidar que esas temporalidades no afectan de igual manera ni al mismo tiempo a todos los integrantes de la sociedad.

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El interés por establecer parámetros que evidencien que el tiempo transcurrido cronológicamente se corresponde con ciertas épocas, etapas, fases, períodos, acontecimientos casi siempre ha respondido a intereses por fijar marcos referenciales que otorguen un sentido interpretativo específico a lo ya ocurrido y, por consiguiente, para que la sociedad imagine un determinado devenir moldeado a partir de las maneras en que lo pasado ha sido significado.

Con escasas excepciones, la casi totalidad del planeta continúa organizando su lectura sobre el tiempo a partir de un corte histórico situado en el surgimiento de la llamada era cristiana.

Continuamos ubicando el año uno de esa era como un parteaguas esencial. Un implícito subyacente en esa lectura es que el mundo adquirió un nuevo sentido cuando nació el sujeto identificado por esa religión como central. Por consiguiente, desde esa perspectiva se inició una nueva razón de ser para la existencia humana que, con el paso del tiempo se ha impuesto a la totalidad del planeta.

Una derivación de esa perspectiva, en tanto lectura del tiempo mundial y de los procesos históricos generales, ha sido fijar «verdades» relacionadas con la comprensión de los mismos y, por consiguiente, lo que debe quedar fuera de esa lectura histórica. La perspectiva temporal cristiana continúa ordenando, controlando y dando sentido a la totalidad de la vida social del planeta.

En el caso del continente americano tenemos otras formas de clasificar y ordenar el tiempo, relacionadas con el año 1492. Sigue siendo hegemónica la idea de que este año constituye un importante marcador para estos territorios. En consecuencia, se plantea que antes de esa fecha en este continente existían pueblos o formas de vida «precolombinas» o «prehispánicas».

Fue a partir de 1492 que el tiempo histórico antes transcurrido en estas tierras adquirió sentido. Esa temporalidad no tenía sentido en sí misma. Solo fue a partir de que Europa «descubrió» América que este continente adquirió validez existencial y visibilidad.

En países como Guatemala las periodizaciones históricas dominantes dividen el tiempo histórico a partir de determinadas fechas. A estas se les atribuye un significado central en la medida en que marcan el inicio de nuevas formas de organización política y social.

Además, en las anteriores formas de periodización histórica está implícita la idea de linealidad, de sumatoria. Se explica y asume como verdadero e irrefutable el tránsito de una etapa primitiva hacia una de civilización y de progreso. Pero debemos preguntarnos qué tipo de civilización y progreso se están visibilizando, desde dónde se están concibiendo, qué se está entendiendo por esas metas.

Se ha llegado al extremo de proclamar el «fin de la historia». Pero, en realidad, se trata de visiones deterministas, cerradas, sobre los procesos históricos. Más aún, sobre su interpretación. Se ignoran o no se abordan ni explican las condiciones que hicieron posibles los procesos que condujeron a ese supuesto «desarrollo». Además de que este solo ha sido favorable para unos pocos.

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¿Existe una única forma de entender los procesos históricos? ¿Cuáles han sido los factores que intervienen cuando se establece una determinada periodización histórica? ¿Cuáles son los aspectos o sucesos privilegiados en esas periodizaciones? ¿Desde dónde, por quiénes y para qué se establecen?

Periodizar el tiempo ¿para qué?

Responder a las anteriores preguntas, y a otras más que podríamos enunciar, nos impone detenernos para analizar e identificar la diversidad de factores que han intervenido en ciertos momentos y que han dado como resultados ciertas propuestas de periodización.

Además, estas no han sido formuladas de manera casual o circunstancial, como se verá adelante, sino que responden a criterios e intereses específicos para otorgar cierto sentido explicativo al tiempo transcurrido, al que se vive y al que está por venir. Pero, no solo al tiempo en sí sino, más importante aún, a la existencia de los grupos sociales inmersos en él.

Periodizar el tiempo histórico nos permite ubicar, pero sobre todo comprender los momentos o etapas que lo han constituido como proceso. Esos escenarios son importantes en la medida que contribuyen a explicar cómo la sociedad se ha venido organizando, interpretar sus orígenes y situación actual, darle sentido al pasado, el presente y cierta direccionalidad al futuro.

En las periodizaciones históricas vigentes están implícitas una serie de concepciones sobre el tiempo y el espacio. Estos dos elementos son «leídos” desde claves explicativas que privilegian factores que destacan o minusvaloran algunos hechos, situaciones y espacios sobre otros.

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Un riesgo, entre otros muchos, que se desprende de las periodizaciones históricas cerradas, generalmente asociadas con las de carácter oficial, estatal, es que siempre son asumidas como «lecturas verdaderas y definitivas». Se impone, en tal sentido, una única manera de ordenar el proceso histórico y se le atribuye el estatus de «hilo esencial» explicativo de la historia.

Todas las circunstancias y acontecimientos que se incluyen en ellas quedan supeditadas a esa explicación. Puesto que se trata de una propuesta interpretativa-organizativa sobre el pasado originada desde el poder, se fija -casi siempre de manera errónea y autoritaria- un determinado sustrato histórico como único y válido para explicar y justificar el presente desde el que se proponen tales enunciados.

Un supuesto básico implícito en toda propuesta de periodización está vinculado con la necesidad que toda sociedad tiene que verse a sí misma en su presente, su pasado y su futuro. Le interesa disponer de un sustrato histórico que la sustente, tanto en términos de lo que fue, como hacia dónde quiere o debe conducirse. Ese ejercicio lleva implícitos determinados valores ideológicos, políticos y morales sobre el pasado. Pero que también le ayuda a situar escenarios, visiones, perspectivas, metas para el futuro social.

Una visión histórica centrada en Europa

¿Cuáles son los factores que organizan y le otorgan cierto carácter a la sociedad? Desde el marxismo, por ejemplo, la lucha de clases es considerada como el motor orientador del desarrollo social y sobre cómo la sociedad se reproduce.

Otras perspectivas privilegian los cambios de régimen político como indicador central de esos procesos. Son igualmente comunes las lecturas históricas que asumen que el devenir histórico de las sociedades «más avanzadas” es el parámetro único para «medir” el trayecto que todas las sociedades deben seguir y para leer lo acontecido en el pasado.

Todas esas lecturas están impregnadas de un fuerte eurocentrismo porque consideran que el orden mundial adquirió sentido y direccionalidad desde que Europa extendió su presencia y dominio a nivel planetario. Momento que muchos identifican con el llamado «descubrimiento” del continente americano. Ese marco referencial temporal es el punto de partida para proponer leyes generales orientadoras de las explicaciones sobre las dinámicas internas de la sociedad global, mundial.

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Esas lecturas interpretativas generan «encapsulamientos dicotómicos euro-centrados» que asumen que la historia –periodizada- debe dar cuenta de una inevitable y contradictoria relación entre bárbaros y civilizados, por ejemplo, a partir del mencionado «descubrimiento».

Ahora bien, esas dicotomías encierran minusvaloración y desprecio, pero sobre todo desconocimiento sobre otras personas. Se ven de menos a esos grupos sociales, a su cultura, y se les condena a una colonización cultural. Es una perspectiva eurocéntrica del desarrollo histórico que, además, es considerada insuperable. Se trata de una única y posible forma de entender los procesos históricos y para orientar la acción social. No se cuestionan las lecturas que se imponen sobre el pasado, como tampoco se analiza el presente a partir de la situación problemática en que vive la totalidad de la sociedad.

Es importante y necesario tener presente que uno de los objetivos centrales de la Historia, aunque no el único, es la reconstrucción explicativa -en la medida de lo posible- de los hechos sociales. No le debe interesar formular grandes «leyes», sino esbozar procesos, sus secuencias y concatenaciones temporales. Sin olvidar que en cada sociedad estos procesos adquieren rasgos particulares.

De manera que la formulación de una propuesta de periodización requiere establecer y analizar las formas concretas en que la historicidad de esos procesos se expresa en cada momento y contexto social. Es decir, identificar en toda su complejidad y articulación los principios que vinculan a los conglomerados sociales para poder plantear lecturas abiertas sobre los mismos.

¿Una historia para conocer fechas y nombres de dictadores?

Las lecturas sobre los procesos históricos ocurridos en Guatemala deben partir de un conocimiento básico y reflexivo sobre las propuestas elaboradas por los auto llamados liberales oficiales que controlaron el Estado durante la segunda mitad del siglo XIX.

La mayoría de esas propuestas aún están vigentes y proponen divisiones temporales simples y reduccionistas que identifican fechas, personajes y ciertos acontecimientos como puntos de quiebre entre sucesivos períodos históricos.

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Los textos escolares que aún se utilizan en el sistema educativo nacional lo constatan. Enuncian, por ejemplo, los períodos «pre-hispánico», «colonial», «republicano» y «contemporáneo» como grandes etapas de la historia nacional. Se privilegian las «luces» que los guiaron, generadas desde las instancias del poder, desde perspectivas centralizadoras planteadas por los «grandes hombres», pero nunca por mujeres.

Un efecto y resultado que se busca generar entre los estudiantes, a partir del trasladado de esas lecturas y periodizaciones históricas, es que asuman que la historia ha sido y es el resultado de la acción de minorías ilustradas y poderosas.

Los procesos históricos son explicados como producto de esas intervenciones casi «sobrenaturales». Mientras, el «común de los mortales» no tenemos la menor posibilidad de visualizarnos como partícipes activos en su construcción. Esas mayorías silenciadas, negadas -tal es el caso de los pueblos originarios-, quedan reducidas a la simple condición de espectadores pasivos.

Desde esa perspectiva oficial, se privilegia una lectura cronológico-política. Implica que el devenir histórico es posible a partir de la centralidad que se atribuye a los procesos políticos articulados y desplegados de manera unidireccional y autoritaria por los grupos hegemónicos económicos y políticos.

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Los textos escolares dedican muchas páginas a la enumeración cronológica de gobernantes y de las «obras» más significativas que realizaron durante sus períodos de gobierno. Poca o ninguna atención se otorga a las complejidades económicas, políticas, sociales y culturales que han dado contenido, contexto y direccionalidad a esos procesos. Tampoco se visibilizan o destacan las relaciones de fuerza que han tensado los procesos de su construcción y, sobre todo, los resultados que de ellos se han desprendido.

Esas periodizaciones, además, encapsulan ciertos marcadores y significados, generando interpretaciones reductoras sobre cómo comprender lo acaecido. Por ejemplo, el mal llamado «período prehispánico» gira en torno a una apropiación nacionalista establecida en el siglo XIX y las primeras décadas del XX por corrientes de pensamiento liberal sobre el horizonte civilizatorio maya.

Es asumido como patrimonio exclusivo guatemalteco y se olvida que «lo maya» fue posible dentro de un espacio y tiempo mucho más amplio y complejo que la Guatemala del siglo XIX, como lo fue Mesoamérica.

También se exaltan las artes, la arquitectura, la escultura, etc., pero poco o nada se dice sobre las complejidades implícitas en su funcionamiento social, económico y político. Por consiguiente, la idea –el ideal- que se busca fijar en el imaginario del estudiante es que los mayas fueron un pueblo extraordinario, fuera de lo común, con fuertes sesgos de pintoresca tarjeta postal.

Luego, y de manera inexplicable se plantea un vacío histórico de varios siglos para luego introducir a los grupos humanos que ocupaban durante los siglos previos a la invasión europea buena parte del territorio conocido posteriormente como Guatemala. No se les vincula con los procesos anteriores ni mucho menos se explica cómo y de qué manera se configuraron.

Cuando se aborda el llamado período colonial no se problematiza el significado del concepto «colonial». Al extremo que se ha convertido en el sinónimo de la Antigua Guatemala, ciudad que fungió como centro político-administrativo durante los siglos de dependencia de España, pero de manera acrítica.

Para este período se enfatiza en instituciones como la universidad, la iglesia, las instancias gubernamentales. También se mencionan «grandes personajes” como conquistadores, frailes, misioneros, prelados, funcionarios de gobierno, etc.

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Poco o nada se dice sobre la población originaria, base y sustento de todo ese entramado social. Tampoco se abordan las complejidades implícitas en el funcionamiento de la economía durante ese tiempo. Menos aún las que se desprendieron de un contexto social explotador, excluyente y racista contra la población originaria. Se trata, además, de una temporalidad fuertemente marcada por la institucionalidad religiosa católica.

Sigue luego una cronología cortada de manera categórica a partir de la identificación de ciertos sucesos histórico-políticos. El año 1821, por ejemplo, se presenta como el punto de partida del surgimiento de un nuevo momento histórico. Esa fecha se explica, en primer lugar, desde las figuras que «la hicieron posible»: los llamados padres de la patria.

Quedan fuera de ese abordaje factores estructurales y coyunturales que desencadenaron ese momento concreto. Como también los hechos y circunstancias que no cambiaron.

Los momentos históricos posteriores son asociados, abordados y explicados a partir de quienes gobernaron, caudillos y dictadores. No se problematiza el significado de esas formas autoritarias de ejercicio del poder ni, mucho menos, los efectos que han tenido en el largo plazo para la sociedad guatemalteca.

Esos enfoques invisibilizan los cambios trascendentales que experimentó la formación económica del país, al extremo que los procesos de reproducción económica y social son explicados como resultado de la acción de los gobernantes, pero no de disimiles factores estructurales y coyunturales internos y externos. Los efectos económicos y sociales que se fueron gestando y consolidando entre la población campesina y originaria no son, ni siquiera, mencionados.

Por lo tanto, los contenidos que desde el poder han sido asignados a cada uno de esos períodos históricos no dan cuenta de la complejidad social. Más bien, se le sustituye por visiones estáticas, sin sentido histórico y carentes de profundidad y perspectiva.

Un resultado de esos enfoques dominantes es la entronización de ciertas maneras de concebir la historia. Esta no tiene valor y sentido crítico, explicativo, problematizador. Lo que explica por qué la sociedad no la asume ni la entiende a partir de su utilidad individual y, menos aún, social.

Los anteriores planteamientos y consideraciones explican por qué, por ejemplo, el sistema educativo nacional continúa privilegiando la exaltación de fechas, personajes y valores cívico-militares; pero no la comprensión de las complejidades de esos procesos.

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La historia es asumida como un conocimiento secundario, prescindible, sin utilidad social. Las lecturas históricas que se desprenden de ese cúmulo de información y datos no cuestionan ni explican, solo fijan momentos y personajes escogidos, situados dentro de esa ritualidad.

Construir la historia desde las voces silenciadas

Frente al panorama antes esbozado el reto es proponer nuevas periodizaciones o lecturas históricas nuevas o actualizadas sobre el pasado. Debemos releer críticamente las propuestas vigentes para identificar sus lagunas, ausencias y tergiversaciones.

Debemos privilegiar los ejes de la unidad, interdependencia y organicidad de los procesos históricos. Debemos potenciar no tanto la identificación y el relato de «pequeños y aislados hechos verdaderos» sino, más bien, perspectivas que problematicen los procesos sociales, en los que lo económico, político, social, mental y cultural adquieran su propia concreción y peso.

El historiador Pierre Vilar considera que a la historia no le corresponde establecer los hechos ni juzgar a los individuos. Perspectiva que según este historiador lleva a pensar la historia en términos sentimentales, morales en función de hechos y sujetos.

Más bien lo que le compete a la historia es comprender y tratar de hacer comprender los hechos sociales en la dinámica de sus secuencias, sin olvidar que esclarecer no significa ni implica justificar ni disculpar.

Debemos proponer miradas, amplias, diferentes, en las que los grupos subordinados, los pueblos originarios entre ellos, tengan un espacio y abordaje diferente, específico. Miradas que deben posicionarse ante las perspectivas elitistas y hegemónicas que aún caracterizan y definen las lecturas históricas oficiales.

Un sustento analítico que puede ser útil en este esfuerzo re-interpretativo se apoya en el concepto de colonialidad; es decir, en la clasificación étnico/racial que Europa impuso como punto de partida del patrón mundial de poder capitalista. Se trata de una lectura originada en ese continente desde que buscó dominar a América.

La colonialidad ha operado en todos los planos y ámbitos materiales y subjetivos de la existencia social de la población del continente americano y del resto del mundo. Al extremo de haber configurado identidades a partir del color de la piel y construido relaciones intersubjetivas de dominación en base a ese tipo de taxonomías.

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Este concepto y lectura han supuesto, además, la imposición de clasificaciones que han naturalizado experiencias, identidades y relaciones desde perspectivas que asumen como «normal» la existencia de dualidades tales como inferiores/superiores, racionales/irracionales, primitivos/civilizados, y otras más.

Estas diferencias artificiales han sido útiles para instaurar desigualdades, explotación, segregación y, sobre todo, racismo. Pero también para explotar y dominar, para controlar el trabajo y sus productos, la naturaleza y sus recursos, la subjetividad y el conocimiento, a partir de una autoridad cuyo objetivo último es asegurar la reproducción de ese patrón de relaciones sociales.[1]

Desde Europa se generó una nueva perspectiva temporal de la historia según la cual los pueblos colonizados y sus respectivas historias y culturas fueron re-ubicados en el pasado de una trayectoria histórica cuya culminación o punto de llegada es ese continente. Pero en una línea de continuidad distinta a la seguida por Europa, sino en otras categorías «naturalmente» diferentes. Sobre todo, porque -y como lo plantean varios autores- los pueblos colonizados son razas inferiores [2].

Las ideas antes expuestas llaman a subvertir las lógicas y lecturas dominantes, a considerar que -incluso- aquellos que han sido ubicados en lugares subalternos pueden releer la historia desde otras perspectivas.

A esos sujetos subalternizados les interesa destacar, pero no esencializar, su voz, así como hacer evidente por qué han sido ubicados en los peldaños más bajos de la sociedad tanto por razones de clase, edad, género, origen y oficio como por otras modalidades explicativas. Además de que esos escenarios y situaciones no implican que esos sujetos estén situados en esos lugares de manera estática. Sobre todo, porque son activos, cambiantes, beligerantes.

Desde la perspectiva analítica de la subalternidad se plantea que la subordinación debe ser entendida y analizada como una relación recíproca que involucra tanto a los dominados como a los dominadores. Es decir, ambos deben ser analizados y estudiados en términos de las relaciones que les han vinculado histórica y estructuralmente.

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Además, desde esa condición de subalternidad estos grupos sociales siempre han buscado influir en las formaciones políticas dominantes. Cuando buscan crear políticamente sus propias organizaciones, lo hacen en diálogo y lucha con y contra las políticas dominantes. No solo desarrollan estrategias propias de resistencia, sino que muchas veces -y con éxito- influyen e inciden en la definición y transformación de las opciones que las elites económicas y políticas buscan imponerles. Pero es importante considerar que su accionar político está atravesado por complicidades, adaptaciones, colaboraciones y resistencias.

Un análisis social global «otro» supone superar estereotipos como que la vida diaria del campesinado está constituida por poca política, mucha economía y mucha «cultura tradicional».

También debemos superar el estereotipo sobre que la identidad comunitaria y política de los pueblos originarios es transparente, poco cambiante, fácil de discernir. Considero, más bien, que las políticas comunales y los procesos de construcción y reconstrucción de las comunidades nunca han sido puros, sino que han estado siempre atravesados por múltiples contradicciones.

Los análisis que enfatizan en la subalternidad buscan hacer visible el carácter fisurado de las narrativas nacionales, al igual que las formas en que son interceptadas por otras historias. En estas apuestas analíticas está implícita la idea que pone en duda a la nación como concepto total, y como frontera. Más bien, se considera que ésta ha sido una creación de las elites.

Esas perspectivas asumen como necesario «leer la historia desde abajo», desde la multiplicidad de voces silenciadas, ignoradas, estigmatizadas. La potencialidad que ellas contienen es contraria a la visión que asume que esos grupos conocen poco de política y menos aún sobre su Historia. Son, más bien voces que buscan darle un giro profundo a los ejes analíticos y a la manera de «leer» los tiempos históricos. Pero, sobre todo, a la manera como están estructuradas las relaciones sociales y el ejercicio del poder ahora.

 

[1] Aníbal Quijano: “Colonialidad del poder, eurocentrismo y América Latina,” en: La colonialidad del saber: eurocentrismo y ciencias sociales. Edgardo Lander (Coord.) Buenos Aires: Clacso-Unesco, 2000. Pp. 201-246.
[2] Edgardo Lander: “Colonialidad, modernidad, postmodernidad”. En: Anuario Mariateguiano, vol. IX, no. 9, Lima, 1997.
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