Todo sea por la república, que resulta siendo, parafraseando a Jorge Arturo Taracena (Los Altos de Guatemala: de región a Estado, 1750-1871), «invención criolla, sueño ladino, pesadilla indígena». ¡Y ay de aquel que con ciega locura pretenda cuestionar el imaginario de la independencia construido para consumo de masas adormecidas por los artefactos coloniales prevalecientes: educación, religión, historia, académicos, medios de comunicación, etcétera!
Algunos pensadores de apellidos coloniales y con pureza de sangre asumida han desarrollado planteamientos que, orientados a magnificar la independencia, arremeten contra quienes con discursos alternativos y antihegemónicos interpelan la realidad guatemalteca y su historia oficial. En principio, consideran, acertadamente, que fue una decisión asumida por las autoridades del Estado para fomentar el sentimiento de congregación. Y, efectivamente, las celebraciones de este tipo, los símbolos patrios y otros elementos hacen creer que vivimos en una congregación igualitaria y democrática. Pero la evidencia histórica de 500 años ha demostrado lo contrario, especialmente para los pueblos indígenas.
Según el columnista acá mencionado, estas fiestas pretenden fundar la fraternidad humana o, cuando menos, aligerar las desavenencias, objetivo que solo se piensa desde la corrección política, ya que, en la práctica, la matriz de poder colonial imperante se basa en la ruptura de fraternidades y del tejido social de pueblos y siembra polarizaciones derivadas de la desigualdad construida por el modelo económico y político, que privilegia la blancura, la pigmentocracia política, académica y económica.
Defender esos privilegios es normal entre los beneficiados, pero es antiético arremeter contra quienes cuestionan, alzan su voz y dudan de las sanas intenciones de los libertadores. Según el columnista analizado, existen varias categorías de críticos que adapta para Guatemala: conferenciantes de mala fe, como los que plantean que la independencia de Estados Unidos no tuvo significado para los esclavos y que los que así dicen son mezquinos. Criticar bajo la libertad de expresión es inaceptable, dice. Señalar que en el ejercicio del poder colonial nada cambió porque los mismos que gobernaban antes del acto independentista siguieron gobernando es cuestión de bobos, apunta el columnista.
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Y emerge la intolerancia cuando insinúa que la crítica es deshonrar las expresiones de amor a la patria, saludar la bandera o cantar a «nuestra» nación. En muchas comunidades y pueblos se respetan los símbolos impuestos, y eso no debe ser obstáculo para cuestionar las condiciones materiales y subjetivas que la Colonia dejó. Para muchos, la independencia es objeto de reflexión crítica, no de generar odios.
Pensar en modo colonialista niega los esfuerzos de muchos intelectuales que durante los últimos 200 años han sido, desde el profesionalismo académico, la voz y el pensamiento que develan la manipulación de la falsa o sesgada historia oficial, que lo único que satisface son los delirios de raíces coloniales, como si eso fuera una virtud.
El movimiento de independencia, más que de pueblos, fue por intereses familiares en conflicto con los de familias de los nacientes Estados centroamericanos por el control de tributos, comercio, poder, religión e ideologías. Es claro que otras clases, sectores, pueblos y grupos fueron totalmente excluidos de esa construcción sociopolítica. Evidenciar, cuestionar y criticar esta exclusión de apellidos mayas, de realidades rurales y populares, es un imperativo histórico. Negarla es intolerancia colonialista.
La tragedia de la continuidad del modelo de opresión y exclusión la sufrimos actualmente. Para muestra, un botón: los apellidos de la mayor parte de los altos funcionarios del Estado tienen raíces coloniales, y los mecanismos jurídico-políticos imperantes garantizan eso. La democracia disfuncional es la realidad que nos heredaron, y contra ello es legítima la lucha para cambiar el estado de cosas y superar atrasos y rezagos dramáticos plasmados en indicadores de salud, educación, economía, y en supremacías culturalistas de élites decimonónicas.
Somos pueblos aún encomendados a herederos, castas y linajes de la tradición colonial, algunos directos y otros arrimados, soñando con mantener el estado colonial con su cauda de privilegios de apellidos, condiciones supuestamente nobiliarias, imaginarios supremacistas, y no faltará más de alguno que reivindique pureza de sangre. Esta tragedia debe ser cuestionada.
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