En ciencia política enseñan que el Estado moderno, sucesor del Estado colonial, se caracteriza por la democracia, la igualdad, el bien común, la libertad individual y la independencia de poderes, entre otros aspectos. Desde la Revolución Francesa —génesis de ese concepto de Estado—, la realidad demuestra que tanto el discurso como el texto constitucional están grandemente distanciados de la práctica social, económica y política.
Así es, existe una brecha entre la teoría y la práctica. Dos guerras mundiales, fascismo, polarización socialismo-capitalismo, genocidio y racismo, desigualdad y pobreza crecientes, tenebrosas dictaduras, militarismo, ignorancia, intolerancia, etc. Todo esto son bofetadas en la sociedad dominada, incrédula, sumisa y creyente del Estado. Normalizar el desencuentro entre democracia y realidad es consecuencia del poder colonial-moderno. Nos hacen pensar que hay que esperar que el maná democrático llegue del cielo.
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Los poderes globales que nos obligaron a creer en la democracia, el liberalismo, la República, el libre mercado, hoy les dan la espalda a sus narrativas. Estados Unidos arremete contra su propia democracia y la igualdad que preconizaba, demostrando que el racismo y la nueva esclavitud continúan. El libre mercado se vino abajo con los aranceles de Trump. Igual, la independencia de poderes ha sido un mito perverso. Todo el poder concentrado en dicho presidente demuestra las falacias democráticas. China, Rusia, Gran Bretaña, Israel, Japón, la India y otras grandes potencias colonizadoras asisten al derrumbe de los valores occidentales que impusieron como estandarte y obligación para los débiles.
Guatemala, Chile, Brasil, Bolivia —y la mayoría de países latinoamericanos— han sufrido invasiones militares, políticas o económicas para no salirse de la línea marcada, aunque en el Norte no se transite por la vía democrática.
El caso actual de Perú, que (…) «atraviesa un proceso de descomposición de su sistema político, caracterizado por la precariedad institucional, la corrupción y la violencia cotidiana. Con una derecha radicalizada, una izquierda fragmentada y 43 partidos en carrera, el país se encamina a las elecciones de abril de 2026…el poder real ha migrado al Congreso, donde una coalición fragmentada de intereses legales e ilegales negocia la supervivencia de la presidenta, Dina Boluarte, a cambio de impunidad…ella sigue siendo útil para los partidos que controlan el Parlamento». En 2022, las fuerzas ultraconservadoras y racistas depusieron al presidente Pedro Castillo, encarcelándolo e irrespetando la «sagrada voluntad popular», que marca el discurso moderno.
Guatemala refleja lo que está sucediendo actualmente en el país del sur. Solo que acá, la fortaleza de la autoridad ancestral y de los pueblos evitó que se atropellara la voluntad popular y la democracia estatal, aunque los intentos fascistas no cesan, ya que el gobierno no es funcional a los intereses de la corrupción.
En el 2015, escribí que los que estuvimos en las plazas cometimos el error de arremeter, justamente, contra el binomio presidencial Pérez Molina-Baldetti, ya que el poder había migrado al Congreso de la República, defensores del sistema que evitaron el colapso de su Estado, permitiendo la renuncia del binomio presidencial. Ahí quedó el poder por el momento.
Aunque los diputados tengan baja popularidad, sean ilegítimos —aunque legales—, controlan el ejercicio del poder. Las elecciones controladas siguen siendo la llave de acceso al poder, y nosotros, seducidos con la falsa idea de que nuestro voto cuenta para la democracia.
Como están las cosas, es más fácil que el Congreso pueda deponer al presidente y no a la fiscal del MP. No hay migración del poder del Congreso a la Presidencia o viceversa, como antes, pero sí migra entre el Legislativo y el sistema de justicia, en ese penduleo del poder colonial.
Ante el destape de la intensa e histórica corrupción de todo el Estado por la CICIG, el poder migró, protegiéndose, hacia el sistema de justicia, teniendo como punta de lanza al Ministerio Público, la Corte de Constitucionalidad y al Organismo Judicial, para restaurar el sistema antidemocrático. De repente descubro que el ejercicio del poder migra pendularmente, según las circunstancias históricas, como el principal mecanismo de sobrevivencia del sistema y del Estado colonial. ¡Nada de democracia, nada de independencia de poderes! Menos podemos hablar de unidad nacional.
La arremetida corrupta y conservadora viene fuerte. La narrativa política se orienta al autoritarismo y al populismo conservador. Plantean la pena de muerte, el retiro de la Corte Interamericana de Derechos Humanos y el irrespeto a los convenios internacionales de avances democráticos, argumentando la violación de la soberanía nacional.
¡Se vienen tiempos recios, diría alguien!
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