En Guatemala nunca escasea material para reír, para reflexionar, para indignarse. Para no podérselo creer. Así, en los últimos días vimos desfilar por el plató de nuestro particular circo de lo absurdo a personajes tan pintorescos como Felipe Alejos, Gloria Álvarez, Joviel Acevedo y, desde luego, los Álvaros Arzú.
Especial mención esta semana para Álvaro Arzú Escobar. Se la merece. Envalentonado por el momento político que atraviesa por accidente (cortesía de su papá y Yahvé), adelanta que va de nuevo para presidente del Congreso, pero esta vez flanqueado por el diputado más repulsivo de todos, Fernando Linares Beltranena. Y lo dice con orgullo.
En fin, un poco de Fundaterror, otro tanto más de Jimmy Morales, y completamos una quincena de lo más habitual en el país de la eterna primavera que nunca se deja ver.
Pero lo que hizo fluir el debate en las redes y los medios fue lo que dijo la fiscal general Thelma Aldana. Reencendió la llama de la controversia ideológica al describirse como mujer de derechas. Ahora, lo realmente interesante de esta salida de Aldana es que consideró necesario aclarar, explícitamente, que su versión de derecha no aboga por la manutención deliberada de la pobreza. «Soy de derecha progresista», nos dijo, «la que busca eliminar la pobreza». Se habló mucho de ello.
Unos pocos días después, un columnista nacional nos ofreció este tuit: «Hay quienes creen que insultan a otros diciéndoles que son de izquierda, cuando ser de izquierda no es un insulto. Igual con quienes creen que insultan a otros diciéndoles que son de derecha, cuando ser de derecha tampoco es un insulto. Cada quien tiene derecho a pensar como quiera».
Esta posición nos puede servir de punto de partida hacia un debate de gran valor compartido: la ideología se puede discutir desde lo puramente filosófico o tratar como el fundamento narrativo de programas políticos. Dos universos muy distintos entre sí. Cuando el escritor nos llama a respetar todas las ideologías por igual, me parece que confunde sutilmente filosofía con política.
Veamos. Cada quien tiene derecho a pensar libremente, ciertamente sin límites. De ahí que las personas libres normalmente externen sus convicciones en forma de opiniones, también libres. Presumiblemente, esas opiniones están construidas sobre un proceso profundo de reflexión. Pero el clavo es este: cuando uno externa opinión, uno no solo incurre en la acción humana de pensar libremente (un acto filosófico íntimo), sino en la acción humana de influenciar el debate público (un acto eminentemente político). Allí sí existen límites —morales y materiales— que deben ser respetados.
Por eso, aunque ser filosóficamente de derechas o de izquierdas es moralmente neutral, actuar políticamente siguiendo los programas de derechas o de izquierdas en un lugar y un tiempo determinados conlleva cierta responsabilidad moral. La ideología como insulto, no, pero ¿como herramienta de medición ética? Por eso no podemos tener miedo a denunciar ciertas ideologías como perjudiciales para nuestra realidad. Nunca decir la verdad es un insulto. Y mi verdad es esta: el pensamiento de derechas aplicado a la administración pública falló. En cambio, los programas públicos derivados directamente de las corrientes sociales de izquierda (o de no derecha, mejor dicho) no han tenido oportunidad de ser testeados, valorados y juzgados con precisión más allá del período socialdemócrata 1944-1954. Y recordemos que aquel proceso democrático fue truncado violentamente. La transición al anticomunismo nunca fue orgánica.
Ahora existimos en una era, producto del pensamiento de derechas, conocida casi universalmente como neoliberal, señalada de ser materialista, separadora, concentradora y ecoinsostenible. Por eso diferenciamos: una cosa es identificarse con la filosofía históricamente de derechas y otra muy distinta afiliarse a la acción política de derechas en esta Guatemala.
En ese sentido, ser militante acrítico de la derecha neoliberal e insistir en su reinado es antiético.
PIenso que quienes defienden las políticas de derechas, a estas alturas,
- tienen intereses personales en el mantenimiento del estado de cosas (corruptos);
- carecen de capacidad de empatía por los desposeídos, quienes no han encontrado respuestas en el neoliberalismo;
- no tienen libre acceso a información verídica, cabal y actual (los iletrados o ignorantes), o
- viven sistemáticamente adoctrinados.
Está claro que la gran utopía intelectual es que neutralidad (o moderación, por ejemplo) equivalga a ecuanimidad. A balance. Hoy, sin embargo, ser neutral significa ser no político, y ser no político implica ser servil a un sistema profundamente injusto y opresivo desde su raíz. De ahí la necesidad de tomar una postura clara, defenderla y vivirla con orgullo y dignidad, según la clave y espíritu de los tiempos.
Thelma Aldana se posicionó políticamente dentro del mítico espectro ideológico y envió una frecuencia oxigenante al ecosistema cívico. Bien, el debate está abierto. Se buscan ciudadanías críticas.
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