Tritesta es una cabecita –bajo la premisa del Estado mínimo– que se salvó de ser totalmente decapitada en la década de los noventa, cuando su función de orientar la asignación de los recursos públicos dejó descaradamente de importar.
Sobrevive apenas y es, quizá, la que pasa más desapercibida. Esto sucede porque la estructura presupuestaria actual hace muy difícil dar cuenta de la poca relación existente entre recursos asignados e intervenciones efectuadas y, mucho menos, de qué resultados se logran.
Son pocas las políticas públicas, como la universalización de la educación primaria, que permiten hacer un trazado histórico del circuito política-plan-programa-ejecución-recurso-resultado.
Un ejemplo: Es prácticamente imposible determinar cuánto representó en recursos financieros la política de gratuidad en educación porque no existió en el presupuesto del Mineduc un rubro específico para ella. Los recursos provenían de distintas partidas, siendo la mayoría, de funcionamiento. Para saberlo, había que recorrer uno a uno los CUR (comprobantes únicos de registro) que es el documento contable que registra la erogación efectuada por el Ministerio. ¿Se imaginan los cientos y miles de CUR del Mineduc, tan solo de un año? ¿Qué auditor podría emprender la tarea de ir uno a uno y armar ese rompecabezas? Y este es el caso de muchas acciones dentro del Estado, donde no hay correspondencia directa y fácil de trazar entre gasto efectuado e intervención.
Pero salgamos por un momento de los dominios del dinero y observemos los estertores de Tritesta que intenta tibiamente dar sentido a la acción pública. De 1996 a la fecha, el Organismo Ejecutivo ha formulado más de 40 políticas con algún grado de vigencia, además, en la actualidad todavía cuenta con cerca de 200 acciones o intervenciones programáticas en su portafolio vigente al año 2011. ¡Ojo! No todas las acciones necesariamente son derivadas de esas 40 políticas. Hay acciones que se ejecutan sin tener una política formalmente documentada.
Un estudio inédito realizado por W. Flores, y A. Álvarez (2011) demostró que solo el 58% de estas intervenciones son servicios o beneficios directos a la población; otro 23% son acciones de coordinación y gestión y un 2% son acciones para mejorar la calidad de los servicios y beneficios que se entregan a la población. Para el 17% restante, no hay siquiera información suficiente para clasificarlas.
De las 115 acciones de política pública que se pueden clasificar como "servicios directos a la población", únicamente 52% tienen información que puede ser considerada de tipo basal para realizar análisis comparativo de su avance, lo cual no garantiza tampoco que con ellas logramos un país con más desarrollo y bienestar o ciudadanos más satisfechos, pues simplemente el Estado no cuenta en estos momentos todavía con un sistema de monitoreo y evaluación para dar cuenta de ello. Para todo el resto de acciones, aún cuando se entregan servicios, no hay referente para comparar si se cumplió o no.
Ninguna de las acciones de política pública que son de coordinación cuenta tampoco con metas explícitas que permitan saber si esa coordinación sirve para algo. Igualmente sucede con el 2% de acciones para mejorar la calidad de los servicios y beneficios directos para la población.
Irónicamente, el Ejecutivo se pasa 6 a 7 meses del año haciendo el presupuesto, cabildeando su aprobación otros 4 meses y si logra que se apruebe a finales de noviembre, en menos de dos meses, ya ha cambiado prácticamente más de la mitad del contenido aprobado para inversión pública, por ejemplo. Y con lo que presupuesta como funcionamiento, ¡se gasta sin que podamos saber si sirvió para algo!
No sorprende entonces que la gente se sonría cuando surgen los discursos de calidad del gasto y de rendición de cuentas. Qué buen Can Cerbero del desarrollo nos hemos conseguido... ¿No cree?
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