Quisiera saber qué pasó al fin de cuentas y, la verdad, saber si aún está con vida.
Pero sé que no debo, que no le haría bien a nadie, que podría hacer esa llamada y entararme pero luego, ¿qué? ¿Tomar un avión y jugar durante unos días a que somos amigos?
No creo.
Pero aún así, me corroe la curiosidad de saber qué pasó, de enterarme si al final hizo lo que anunció y, peor aún, lo que insinuó que haría.
Y mientras pasan los días y yo sin saber, intento persuadir, no, ni siquiera persuadir, implantar en la cabeza de mi mamá la idea de hacer la llamada, de inquirir.
He llegado al punto de pensar en marcar su número y escuchar si aún contesta, si aún le contamos entre los vivos y luego colgar. Y sé que cada día que pasa es un día que pierdo para hacerlo, es un día que se me va y que puede que ya no tenga dinero para pagar el celular. Creo que la última vez que hablamos me dijo que iba a cortar la línea fija porque ya nadie le llamaba.
No le llamo porque sospecho que hace tiempo que desconectó el teléfono de su casa y en su celular aparecería mi número de teléfono y eso desataría las llamadas, el drama.
Desataría el peligro de hacerle pensar que quiero verle, que las puertas de mi casa le están abiertas.
Es un interés morboso, ya lo sé. Aún así, cuánto más prolongadas sus ausencias, más morbo me causa saber qué pasó, qué fue de su vida.
La última vez que nos vimos, hace un par de años, ya daba muestras de querer mandarlo todo a la mierda. Esa vez me di cuenta que no íbamos a poder ser amigos nunca, que éramos dos extraños y que a menos que hiciéramos un esfuerzo enorme seguiríamos siendo dos personas que no se conocen.
Su idea era retomar la relación, hacer de cuenta que yo aún tenía 12 años y que él nunca se desinteresó. Mi oferta fue conocernos como adultos, ver si había algo que pudiéramos encontrar en común.
Al final, como siempre que nos encontramos o hablamos por teléfono, terminamos peleando.
Mis intentos por lograr que mi mamá hiciera la llamada fracasaron.
Mejor así, quizá lo mejor es hacer como J., que no se complica. “Yo no tengo memoria,” me dijo una tarde, mientras yo tomaba la última o penúltima de la que ya para entonces parecía una interminable serie de Budweisers. Sí, desde hace un tiempo he descubierto un gusto que antes no conocía en esa cerveza que según guatemaltecos no tiene sabor.
El mito tiene parte de cierto, la Budweiser no tiene ese regusto a cerumen que tiene una cerveza nicaragüense o esa amargura que tiene la Gallo que con cada trago nos recuerda cómo es vivir en Guatemala. Pero también es cierto que muchos de quienes repiten el cliché de que la Budweiser no tiene sabor, nunca la han probado, y otros tantos, que sí la han probado, le resienten que es una bebida con mala relación de costo-beneficio ya que no emborracha tan rápido como las marcas locales en Guatemala.
Estábamos terminando de comer una barbacoa. Era una de esas pocas veces en el año en que se puede comer afuera sin morir derretido o quedar congelado con los cubiertos en la mano y decidimos asar carne y salchichas afuera.
Estamos todos los que estamos y también están los que vienen. Hoy sí, está hasta el perro. Ahí reúnidos en torno a la mesa encontramos el significado de la familia. Somos una familia extendida que se formó tras haber dejado nuestros orígenes. Una familia nacida de la necesidad de emigrar, de encontrar una vida mejor lejos de nuestros países.
Una familia unida por lazos que van más allá de la sangre. Con lazos de cariño que se forjan en la adversidad y en saber que dependemos unos de otros en una tierra extraña y lejana.
Y él, que no está, hace años que no hace falta.
Visto así, lo mejor sería hacer como J. que no se acuerda. No se acuerda de lo malo, pero tampoco se acuerda de nada. Lo borró.
Yo, en cambio, no puedo. No dejo de pensar en qué habrá pasado. Lo más probable es que sea como dijo la otra y que, como siempre que se desaparece, encontró a quién más molestar.
Lo que es a mí, me gustaría tener cierre, poder decir: se acabó y gracias a Dios.
Pero no, me toca vivir en la incógnita.
De veras, me gustaría poder borrarlo. Pero cada día me sorprendo tomando decisiones que, analizadas con cuidado, están basadas en un deseo de no ser como él. Y aún cuando no ser como él puede ser fácilmente la mejor opción, no deja de ser una pesada servidumbre vivir bajo la tiranía de un padre ausente que décadas después, sin siquiera proponérselo, dicta las acciones o, mejor dicho, las no acciones de mi día a día.
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