Pareciera que en estos tiempos estamos igual que esa bandada de pájaros: tenemos muchos datos que nos cuesta interpretar. Los que estamos en una posición privilegiada de no tener que salir a trabajar, ya sea porque no prestamos servicios indispensables o porque nuestro trabajo se puede seguir haciendo desde casa, comenzamos a sentir el peso del encierro. Parafraseando a José José, hasta el miedo cansa.
Los humanos hemos evolucionado para reaccionar a las emergencias. Hormonalmente, la ...
Pareciera que en estos tiempos estamos igual que esa bandada de pájaros: tenemos muchos datos que nos cuesta interpretar. Los que estamos en una posición privilegiada de no tener que salir a trabajar, ya sea porque no prestamos servicios indispensables o porque nuestro trabajo se puede seguir haciendo desde casa, comenzamos a sentir el peso del encierro. Parafraseando a José José, hasta el miedo cansa.
Los humanos hemos evolucionado para reaccionar a las emergencias. Hormonalmente, la adrenalina que segregamos nos hace huir o pelear, nuestros cerebros están conectados para identificar amenazas y una buena cualidad es poder tomar decisiones bajo presión. Pero no estamos ni diseñados ni acostumbrados a vivir bajo una amenaza constante sin percibirla como parte de la normalidad. Todo todo termina asimilándose. Hasta la pérdida de un sentido es absorbida por nuestro cerebro. Para algo es plástico, no rígido. Por eso escuchamos las estadísticas de contagios, de muertes, de segundas y terceras olas, y ya las metemos en una caja de información ante la que no podemos seguir reaccionando como al principio. Es imposible vivir pensando todo el tiempo que nos vamos a morir, sobre todo porque eso es simplemente parte de la realidad: la muerte es inevitable. Entonces, ¿cómo debemos comportarnos ante una enfermedad que se propagó por el mundo más rápido que un chisme?
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Cada persona tiene la obligación de medir sus riesgos contra sus necesidades. Y entre estas últimas están también las emocionales. Para una pareja de abuelos, que no necesariamente tienen cincuenta años de vida por delante, encerrados en su casa, sin ver a sus hijos ni nietos, ¿qué cosa pesará más: cuidarse para vivir dos o tres años más, pero solos, o arriesgarse? La respuesta no la puedo dar yo porque no mido qué sea más importante en su caso. Sí lo hago para mis hijos, a quienes miro totalmente desesperados de estar encerrados en casa, con su desarrollo emocional truncado por no compartir con gente de su edad y sin más acción que pasar de su cama a la computadora. En mi caso, adicionalmente, tengo una condición especial con mi hija que la podría poner en mayor riesgo si se contagia. Pero nadie más, solo el papá de los niños, puede tomar la decisión de enviarlos al colegio por nosotros. De nuevo, estoy hablando por aquellos que, como yo, no tenemos la obligación de salir, pero que tampoco estamos seguros de que quedarnos encerrados para siempre sea una solución viable.
El problema con los pájaros que se fueron a estrellar contra los vidrios es que no tenían la posibilidad de tomar decisiones individuales, sino que se fueron con la corriente. Son pájaros. Nosotros sí tenemos la posibilidad de revisar los hechos que se nos presentan y de interpretarlos a la medida de nuestras habilidades y circunstancias. Tal vez logremos encontrar un curso que no nos haga chocarnos.
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