Esa burbuja que me aísla —que me permite divagar y evadir responsabilidades mientras pueda ser productivo— desaparece.
Silencio. Un silencio que zumba. Pero el silencio no zumba. O por lo menos no así. Es una mosca. Cualquier cosa llama mi atención cuando me faltan los ánimos para escribir.
No recuerdo la última vez que le presté atención al ruido que hacen las alas de una mosca mientras vuela. Suena distinto cuando ella te ronda —y cada cierto tiempo se posa en tu brazo— que cuando se choca contra un vidrio creyendo que, solo porque es transparente, puede atravesarlo.
Si fuera niño, la tomaría con los dedos y le arrancaría una a una las patitas. Después le cortaría las alas y por último la dejaría en libertad.
No lo hago solo porque hay gente alrededor. Y estoy casi seguro de que en estos tiempos de corrección política es condenable hacerle daño a cualquier animal, aun a una mosca.
Cerca de mi mano está el celular, justo al lado de la taza de café. No me di cuenta de en qué momento la trajeron. La observo sin apetito. Debí haber ordenado algo más.
La mosca ya no está en la ventana. Se ha posado sobre la galleta que venía con el café. No me molesta. Que se la coma toda si le apetece, si es que le cabe.
Intento poner mis ideas en orden y, justo antes de colocar mis dedos sobre el teclado, siento que alguien me toca el hombro. Irritado, volteo a ver. Es un niño. Me pregunta si me comeré la galleta. Ya no es mía —pienso—. Es de la mosca.
Le pregunto su edad. Dice que tiene cuatro años. Miente. Es pequeño, pero estoy seguro de que tiene más. Por lo menos está rascando los siete. Giro para poder verlo a los ojos. Los demás comensales han notado su presencia. Él me ve esperando una respuesta. Quiere la galleta de la mosca.
De esto podría escribir. Del niño que se me acercó mientras yo intentaba escribir. De cómo él pedía la galleta que venía con el café que se no se me antojaba más, pero yo —tan bueno yo— le compraba otra porque la que él que deseaba estaba contaminada.
Le podría tomar una foto al niño sonriente con su galleta. Subirla al Instagram. A la gente le fascina ese tipo de cosas. Mi dosis diaria de dopamina alimentada por la cosecha de favs sería mayor que la de ayer.
[frasepzp1]
¿Y después qué?
¿Quién paga la galleta de la noche?
Decido entonces pedirle un almuerzo completo. Una hamburguesa de las grandes, con papas fritas y refresco. Lo imagino satisfecho y feliz. Con la barriga tan llena que no querrá cenar. Pienso en cómo —al volver a casa— saludará a su mamá y, antes de empezar a hacer sus tareas, le contará sobre este buen tipo que lo invitó a comer. Me alegro creyendo que hoy dormirá en su cama con una gran sonrisa dibujada sobre la mugre que cubre su cara y que yo dormiré mejor sabiendo que cambié una vida.
Soy todo un San Nicolás moderno en época lluviosa poselectoral. Y así estoy —sonriendo con cara de idiota— cuando me asaltan las preguntas qué casa, qué tarea, qué madre, qué cama.
De nuevo quisiera tener mi teléfono en la mano, estar dentro de esa burbuja que en la virtualidad me conecta… y me aísla de la realidad.
El niño sigue a mi lado, viéndome a los ojos. Espera una respuesta. Detrás de él, un guardia de seguridad.
Mientras acompañan al niño de vuelta a la calle, llamo a la señorita que me atendió. Le pido que agregue a mi cuenta —y le entregue al niño— una hamburguesa y algo de tomar.
Con la mano del guardia en su hombro, el niño no me quita la mirada de encima. No sonríe. Está serio. Ha de ser difícil acostumbrarte a que te saquen todos los días de algún restaurante o a sonreír con hambre.
Le doy un sorbo al café. Está frío. La mosca sigue zumbado. No se comió la galleta y ha retomado —con nuevas fuerzas— su proyecto de atravesar la ventana.
Con cuidado la tomo con los dedos. Una a una le arranco las patitas y luego le quito las alas. Por último, la dejo en libertad.
Otro día sin escribir.
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