La reunión para informar sobre el operativo sería a las seis de la tarde y eran a penas las cuatro y media. Se había escuchado premura en el aviso del jefe y a juzgar por la cercanía entre el llamado y la diligencia, tendría que ser algo urgente. Pero vamos, qué cosa no era urgente, si trabajábamos en la Fiscalía de Sección Contra el Crimen Organizado.
Rolando llamó a su esposa para decirle que no lo esperaran. Por fortuna yo no tenía nadie a quien avisar. En una forma extraña, eso es un alivio, porque no preocuparía a nadie, mientras espera en casa a que regrese de un operativo donde todos corremos peligro. Total, cuando Rolando colgó, le propuse que esperásemos a que fuesen las seis, fuera, en el café.
Caminamos las dos cuadras hacia el sitio. Había un sol enorme y naranja alumbrando, mientras subíamos por la calle del arco. Parecía que prendería en llamas los edificios, comenzando por el viejo almacén de trajes y vestidos. Había mucha gente caminando por la calle, distrayéndose entre almacenes y ventas de helados.
Nos metimos en el pequeño local al que íbamos. Estaba lleno. Incluso vimos a los dueños detrás de la barra, atendiendo, ayudando al personal. Nos acercamos a ordenar. Yo pedí un expreso doble, que de haber podido me lo hubiese inyectado para aguantar la noche.
El café estaba así porque habría un concierto, lo entendimos cuando Rolando encontró el programa sobre la mesa. Cinco o seis chicos que aprendían saxofón, interpretarían a Beethoven. Un experimento, que la verdad no prometía mucho. Tal vez sea porque tengo fijada la idea del saxofón como el instrumento oficial del porno de los noventa. Quizá por eso no pueda imaginar a Ludwing sonando así.
Tardaron más de lo acostumbrado para llevarnos la orden y cuando lo hicieron, el concierto estaba por empezar. Todos vestían traje y corbata y sus familiares estaban allí, rodeándolos, vestidos elegantes con sus enormes sonrisas maternales. Casi podía sentir el olor a los talquitos Heno de Pravia o la Maja.
No despegábamos la vista del teléfono. Cualquier llamado y deberíamos volver de inmediato. Hablamos un poco sobre eso, con Rolando, que no teníamos ni la menor idea de a dónde iríamos esa noche, ni qué nos tocaría hacer. Pero eso era común, pues salvo para quien dirige el operativo, el objetivo se revela hasta momentos antes de partir.
Los muchachos tocaban muy mal, la verdad y tal como lo predije, masacraban a Beethoven frente a nosotros con total impunidad. Yo casi había terminado el café y Rolando creo, se lo había atragantado con tal de marcharnos de ahí pronto, para evitar el terrible espectáculo.
Ya pensaste algo, Rolando; le dije mientras la Quinta moría en cinco saxofones. Mirános ahora: dos tipos tomándose un café, oyendo a Beethoven y en una hora estaremos tirándole la puerta a alguien. Es una pinche película de Tarantino, concluí.
A Rolando le hizo gracia y soltó una risotada. La dueña del café se acercó a callarnos como si fuésemos dos niños mal portados en plena clase de algo. Me perturbó. Pagamos y nos largamos de ahí de inmediato. Allá la gente con su mal gusto.
Al llegar a la oficina, las luces ya estaban prendidas. El edificio mal iluminado nos esperaba. Encendimos la radio y esperamos a que el teléfono sonara. No dilató demasiado. La extensión sonó a los diez minutos. Nos convocaban a la oficina del jefe.
Fuimos y encontramos a un buen grupo de fiscales que también irían. Nos explicaron el caso: La fiscalía obtuvo información sobre una banda de asesinos y tenía por cierto que esa noche asesinarían a una testigo dentro de un prostíbulo. Nuestra tarea era armar un operativo para salvarle la vida, a manera que tampoco se enterasen que conocíamos sus intenciones, sino más bien pareciese una requisa de rutina al bar.
Nos dieron los nombres de las personas y de los bares. Eran sitios peligrosos, llenos de sicarios. El jefe repartiría los sitios a donde había que allanar y nos anunció que nos postuláramos para que fuese voluntario. Cuando dijo el primer nombre, añadiendo que la acción estaría ahí, un movimiento reflejo hizo que levantara el brazo como activado por un resorte.
En fin, soy un adicto a la adrenalina, qué puedo hacer. Me entregaron el dossier con la información. Afuera me esperaba un grupo de policías a mi cargo, un auto y un piloto. Era una Fiscalía con recursos escasos, así que nuestro equipo era únicamente un chaleco que me identificaba como parte de la institución, un bolígrafo y papel. Nada de armas ni chalecos antibala.
Rolando escogió ir al bar que estaba frente al mío. Eso me dio seguridad. Sabía que cualquier eventualidad nos podríamos cubrir ambos. Preparamos a los policías informándole de algunos detalles de lo que haríamos. Nos montamos a los vehículos, abrimos la sirena y salimos para el sitio.
Había pasado mucho tiempo dentro. Eran las nueve y media de la noche. El tráfico había empezado a ceder. Las avenidas donde estaba el prostíbulo parecían tragarnos entre sombras y la luz naranja de los postes, hasta que finalmente llegamos a ese templo de neón multicolor, con las aceras sucias, llenas de manchas de aceite de auto.
Entré al bar. Había una multitud, era fin de mes. Allí cobraban alrededor de diez dólares por quince minutos con una prostituta. Era un bar popular. La mayoría de hombres ya estaban borrachos y gritaban. Un policía apagó la música y todos empezaron a gritar. Corrí hacia la barra y antes que cerrasen la baranda de metal, como si fuese una jaula, me metí a buscar el libro de los servicios.
Esa noche había diez mujeres ahí. Tenía sus motes en la lista de servicios y entre ellas, estaba la víctima. Subimos a buscarlas y de inmediato la reconocí. También vi en una de las mesas a los sicarios. Lo que no sabía, es que el jefe de la banda estaba en silla de ruedas.
Empezamos a entrevistar a todo el mundo, como se hace en los operativos comunes y llamamos a un albergue. Ahí protegeríamos esa noche a la mujer y luego sería introducida a un programa de protección.
Pregunté por el tipo en la silla de ruedas y me contaron que había quedado así en una balacera dentro de un bus. Recordé el café y la escena de Tarantino. La vida de las fuerzas públicas, los cafés y las señoras histéricas.
Seguramente los chicos del saxofón estarían en sus casas soñando a que lo habían hecho de maravilla. Quizá Beethoven se habría revolcado un poco en su tumba. Quizá yo era un exagerado. Lo cierto es que en ese momento nos hubiese venido bien algo de música, mientras la mujer a la que asesinarían, era introducida en una camioneta de seguridad y sus sicarios la miraban de reojo, en una mesa, sin saber que estábamos tras ellos y que pronto, muy pronto, iban a caer.
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