Irremediablemente el bajón llega. Uno cae. La gravedad nunca afloja. Y ahí va el perro de nuevo a su madriguera, añorando jamás haber perdido esa final del Mundial. Ese maracanazo. El gran negocio —que haría que pudiéramos viajar a las Olimpiadas en Río— se esfumó porque la licitación la obtuvo la competencia. Esa chica se largó con un peludo horroroso que apesta a marihuana.
No importa. En el fondo, nada de todo el fenómeno por el que se lucha es relevante. Es solo un método para intentar paliar la desdicha. La fama, la gloria, las estatuas, la búsqueda de la inmortalidad: todos son atenuantes falsos. Estamos condenados. No hay pena mínima. Hay una sola y es la muerte.
Y es lo que nos mantiene vivos. Los dioses envidian eso de nosotros. Se aburren de vivir. Tienen literalmente todo el tiempo del mundo. Contrario a nuestra especie, para la cual la ley radica en la urgencia. Para ayer, dicen los jefes. Manera más imbécil de hablar.
El estrés, y cualquier libro de superación lo dice, no existe. Es solo la creación de un líquido interno cuando el cerebro cree que está huyendo de un jaguar que tiene el diablo adentro. Los mensajes que se envían son de riesgo, pero de perder un trabajo o de llegar tarde a un examen por el tráfico, cosas así, en las cuales no se necesita para nada una inyección de adrenalina que aprieta el cuerpo y provoca que no se sientan los rasguños de los árboles cuando se pasa corriendo o que le permite al convicto que huye de la cárcel saltar una tapia inmensa.
Así nos mantenemos, viviendo con la aceleración al tope, artificialmente. Entonces uno colapsa, ya que esos shots están programados para que ocurran de vez en cuando. No pernoctar todas las noches así, en pleno pico. En Japón —tan elegantes ellos—, ya hay hasta una palabra para nombrar cuando los ejecutivos caen de un paro cardíaco sobre su escritorio. Quiere decir algo así como morir trabajando. Quitan el cuerpo y siguen.
Yo no entendía por qué esa búsqueda inaplazable. No veía cómo actuaba en mí esa necesidad de llenar con exterioridades alguna vasija que en ese entonces ni empezaba a formarse.
Un día me pregunté si por esa falta de claridad, de sentido, de amor por el misterio verdadero (que es el que todo lo abarca y nada aleja), es que se ocasionan todos los problemas del planeta.
¿Las guerras han sido por querer ser alguien superior, para que unos adornen sus caballos o bordeen los dedos, los cuellos, las orejas, los ojos y las tetas con pedazos de oro? ¿Para saborear el peso del arma porque la vida de alguien más depende de mis caprichos? ¿Hacer de menos a otra raza para esclavizarla y que nos limpie la mesa? ¿De ahí viene todo, de esa sensación de no explicarse uno mismo sin un anhelo profundo de ser más que los demás? ¿Queremos ser los ungidos de Dios en la tierra, como esos dictadores que imponen en su cumpleaños el día del padre?
Así es, concluí una tarde, sentado en una banca en medio de un bosque. Los romanos. Todas las culturas. Ese vacío de estar perdido que vende la ilusa idea de que uno tiene que buscar ser un dios provoca este gran quiebre. Yo no lo podía creer, aunque siempre lo supe de alguna forma. Porque era mi propia pena.
El mundo naciendo desde mi sombra estaba allí, descompuesto, enfrente, en el quirófano, deshaciéndose. Todos los embrollos se miraban tan fáciles de desarraigar, pero faltaba que la vida, como un mar hambriento, me atropellara. Una y cien veces más. Cada vez menos, pero aún intento volar y salto desde el decimoprimer nivel. Siempre termino con la cara ensangrentada.
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