Jamás quise asomarme para ver qué había dentro. Pero los tres años que pasé en ese sitio, miraba todos los días el agujero donde iba la puerta inexistente, la mancha de una mano plantada en el dintel y el techo iluminado por lo que siempre supuse era una ventana hacia ningún sitio.
Corría un rumor, que por las noches espantaban; pero jamás me pasó algo como tal. Solía quedarme hasta muy tarde en la oficina. En parte, por la cantidad de cosas que debía hacer y en parte, porque era la mejor forma de huir de mí.
Acababa de divorciarme y aún no asimilaba llegar a mi nueva casa y no ver a mi hijo. Las cosas eran así: por las noches en esa oficina, sólo se escuchaba, a lo lejos, la radio de los guardias de la puerta, encendida a muchos pasillos después en ese laberinto, con rancheras y fútbol. Nada más.
También había pequeñas recompensas. Al lado de mi escritorio, había una puerta que daba hacia un patio interior que utilizaban como parqueo y que colindaba con el recinto de la sinfónica municipal. Por las tardes solía escuchar los ensayos y lo disfrutaba.
Lo curioso es que esa puerta tenía un balazo en la parte inferior. Nadie sabía cómo había sucedido. Y la gente que llegaba a visitarme solía preguntarme por el enorme agujero y casi siempre contestaba igual: “Se me escapó un día cuando bailaba polka”. Luego dejé de decirlo porque podía tener problemas por bailar en horas laborales y explicar además que no uso arma.
Volviendo a los ensayos, recuerdo una tarde en la que los chicos de la orquesta ensayaban la Sexta de Tchaikovsky. Había permanecido inmóvil en mi silla giratoria, mirando hacia el patio. Repetían siempre el mismo movimiento, cercano al final. Tenía muchas ganas de que lloviera, pero hacía mucho sol y un cielo azul que surcaban de vez en cuando las palomas que vivían en el techo del edificio.
Cerca de las tres de la tarde, llegó una mujer con su hija. Su caso era nuevo y recién me lo acababan de asignar. Ambas lucían cansadas. La señora se secaba el sudor con un pañuelo y la hija tenía breves porciones de cabello sueltas y enmarañadas por la humedad. Tomaron asiento y comencé la entrevista.
Vivían en la frontera con El Salvador, en una aldea. La madre tomó la palabra y comenzó a contarme el asunto. Más o menos seis años atrás, había sido invitada a una fiesta en la casa de una vecina. Como tiene muchos hijos, los dejó a cargo de su hija, la mayor, que entonces tenía quince años.
La fiesta había transcurrido normal. Llegó a casa y todo marchaba bien. Sin embargo, meses después, encontró que su hija estaba embarazada. Ahí intervino la hija. “No había dicho nada por miedo”, dijo, adelantándose a cualquier pregunta que pudiera hacer.
La madre continuó. “Ella no me había dicho nada; pero el día que la dejé por ir a la fiesta, unos hombres entraron y la abusaron. Ella me lo dijo después, cuando yo le pregunté cómo se había embarazado, si ni salía, si yo la cuidaba noche y día”.
La muchacha intervino y me contó los detalles del asunto. Por fortuna aún no me dejaban de parecer horribles; pero aún así, no me permitía esbozar ningún gesto, para no interferir en el relato.
Al fondo, los ensayos de la sinfónica seguían entrando desde el patio. La muchacha se echó a llorar. La madre colocó sus codos sobre la mesa y se secó el sudor de nuevo con el pañuelo sucio, mirándome con tal angustia, que parecía que iba a contarme que ella había sido la que lanzó la bomba atómica desde aquel avión.
La señora tomó un respiro mientras su hija lloraba y comenzó a contarme que los hombres le habían dicho que si denunciaba la violación la matarían a ella y a su familia. Habían sido pandilleros, relató. Que cuando vio el embarazo no supo qué hacer y que una amiga del lugar le dijo que al niño era mejor darlo en adopción y así lo hicieron, en silencio, sin que los vecinos o la familia supieran, terminando todo el papeleo uno o dos meses después de haber nacido el niño.
Sin embargo, ahora querían recuperarlo, porque creía haber cometido el acto más reprochable de su vida. “No se imagina, licenciado, todos estos años, a mí se me ha venido una enorme tristeza que no sé qué hacer y sólo me siento bajo el palo de mangos a llorar por lo que pasó y porque no nos quedamos con el niño y no se lo había contado a nadie”. Entonces se quebró.
Me puse de pie y les ofrecí agua. Ambas aceptaron. Como debía hacer un repaso antes de redactar el acta, también les ofrecí café. En ese entonces, no había llevado la cafetera a la oficina y tenía del polvo instantáneo. Tomé las tazas y les serví el agua caliente y les dejé que lo hicieran a su gusto.
Ambas miraban el frasco con cierto resquemor. La hija, más osada por su juventud, lo tomó y lo destapó. Lo olió y luego tomó la cuchara. Miró a su madre y ambas sonrieron con los ojos llorosos. “Perdone, es que nunca hemos tomado de este café, sólo hacemos de grano en la casa. ¿Cuánto le tenemos que poner?”, dijo la madre, con cierta pena, pero con una enorme sonrisa dibujándosele, dejando emerger toda su inocencia.
Les preparé el café y luego lo empezaron a tomar. Les ofrecí galletas y también comieron. Era lo menos que podía hacer. Entonces empecé a redactar el acta. La señora continuó diciéndome que sentía mucho todo lo que había pasado y que si ella no se hubiera ido a esa fiesta, nada malo hubiese ocurrido.
No fue su culpa ni tampoco la de su hija, le aseveré. Permaneció en silencio como empezando a dejar un peso, no porque yo la absolviera, sino porque como ella misma lo había dicho, no se lo había contado a nadie, sino hasta esa tarde.
Les expliqué qué pasaría con el caso, con la mayor claridad posible. Sobre las posibilidades de revertir una adopción que había sido aparentemente legal. Y bueno, hablamos un poco sobre su pueblo, al que debían volver esa misma tarde.
Al terminar el asunto, no esperaron más porque las dejaría el bus, así que se fueron de inmediato. La madre abrazó a su hija y comenzó a caminar hacia fuera, por el laberinto de pasillos que era ese edificio.
Archivé las declaraciones y redacté algunas órdenes para investigar el caso. Sería un trámite muy largo. Eran casi las seis de la tarde. El sol no se miraba más. El cielo era ya de un color púrpura y las palomas estaban todas apostadas en el techo, arrullando entre la lámina.
La orquesta terminaba de ensayar, pero en el último tramo de su sesión, ejecutaron todo el último movimiento de La Patética. Volví a quedarme impávido en la silla, mirando hacia el patio. Me pregunté si alguna vez Tchaikovsky habrá visto un árbol de mango. Me pregunto si alguna vez habrá imaginado América con árboles frutales en los patios de las señoras que a su sombra se echan a llorar.
Escuchando la sinfonía, me pareció que el viejo Pyotr explicaba mejor lo que yo empezaba a sentir y decidí permanecer en silencio, con la oficina vacía desde hacía mucho y la noche empezando a venir con un hijo lejos.
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