Empiezo a entender que Nueva York y Puerto Príncipe son dos superficies fijas que, sin embargo, consiguen moverse al compás de los cataclismos: la primera, por la cadencia de hecatombes mercantiles; la segunda, por calamidades geofísicas. La tectónica de Wall Street se computa en puntos porcentuales; la de la Grand Rue, en grados de la escala de Richter. Y ambas proporciones ostentan el poder de cambiar vidas humanas a millares para siempre.
En detalle sé por ti de las exigüidades en Haití, y no puedo más que sentir una especie de incomodidad culposa por gozar de “privilegios” neoyorquinos, que, aunque magros, resultan excesivos a la óptica de cualquier país en desarrollo. Como ejemplo, aquí pago de alquiler por mis cuatro paredes el equivalente de ciento cuarenta días de trabajo ininterrumpido de un haitiano que devengue el salario mínimo en la capital de su país; y tal cantidad, aquende esta orilla, es un obsequio conservado en baratura. Pero nadie se llame a engaño: en esta isla urbana coexisten multimillonarios habitantes de penthouses con mendigos sin techo cuya única posesión es quizás el sarro envejecido de sus dientes.
Ciertamente, mis ventajas son apenas fantasías: para meter unos cuantos dólares más en el bolsillo he tenido que escanciar vinos incógnitos tras una barra improvisada en Chinatown, o repartir volantes en esquinas mustias, o vender mi ropa menos próspera en tiendas de segundo uso, o dar mi opinión sobre productos imposibles en estudios grupales de mercado, o pasear perros impropios por los parques con la obligación legal de recoger sus muy privilegiadas excreciones.
Más que ser el lugar de los excesos, Nueva York es la jurisdicción de los extremos. La meteorología contribuye asimismo con hipérboles. He soportado 44 grados Celsius a la sombra en el estío, como también he salido a la calle con la nieve hasta las rótulas bajo el frío de febrero. O extremos, pues, o singularidades infrecuentes… Vi una vez en el metro a un hombre punk lleno de piercings que tejía industriosamente ¿una bufanda? con puntadas de crochet. He visto a corredores de la Bolsa utilizar el transporte público, y a mujeres encinta conducir camiones de legumbres. He visto a estrellas famosísimas de cine caminar tomando un helado por la acera como si tal cosa y sin que nadie se detenga a pedirles un autógrafo. Aquí pueden desposarse dos hombres o dos mujeres por la vía civil al mismo tiempo que un grupo de inciviles descarga una paliza criminal a un adolescente con el único motivo de ser percibido como gay.
Como fuere, Nueva York es un poema que no admite versos monorrimos. Todo neoyorquino aspira a dar un do de pecho en el dinamismo coral de su cotidianidad metropolitana. Parece incluso que la Naturaleza se rinde a los pies de esta ciudad de troposfera y roca madre: el temido huracán Irene perdió fuelle al recorrer estas mundanas avenidas, y, como consecuencia, pasó a ser un ciclón poco más o menos anodino. Así y todo, la presteza con que las autoridades previnieron la ruina discuerda de la natural improvisación con que se suele reaccionar ante fenómenos análogos en países como el nuestro, donde cada año se paga con multitudinarias pompas fúnebres el costo de la ineptitud y la indolencia.
Previsión: he aquí una clave de por qué la Gran Manzana es como es. Este 11 de septiembre —una fecha cabalística que proyecta la impresión de estar poseída por el espectro del desastre— pillará a Manhattan diez años más serena, más robusta y mucho más vibrante que todos los vaticinios del naufragio de sus finanzas. Pillará a Nueva York más prevenida. Más preparada. Con esta rosa de los vientos en el mapa, quiera el zodíaco que Guatemala sepa ver más allá de su frontera y elija bien a quien arrancará las hojas de sus cuatro calendarios siguientes desde un asiento de gobierno. Y con este deseo me despido por ahora, Carmen, mientras escucho un aria de Bizet en tu honor.
Un abrazo,
Ramón
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