Escogí mudarme en un día que una tormenta de arena sacude las ventanas y arranca las tejas de los techos de El Paso. De haber sabido, habría escogido otro día para cambiarme de casa. El viento amenaza con llevarse mis escasas pertenencias, que caben en la palangana de un picop.
Llego a la casa y me doy cuenta que mi brillante idea de pedirle a la dueña de la casa que le dijera a su mil usos que abriera una de las ventanas del cuarto fue un craso error. El hombre, dios lo perdone, reventó la ventana y ahora no cierra bien. Seguro agarró a vergazos el ventanal y además de dañar la ventana, reventó las delgadas capas de pintura que tenían selladas las otras ventanas. Total, que además del silbido constante de la tormenta, se cuela por las ventanas ese viento del desierto cargado de un polvillo que se mete en los ojos, los pulmones, las orejas, la garganta.

Pasé todo el día ocupado de mudarme y limpiar cada media hora el piso de la habitación. Luchar contra el polvo en El Paso es una tarea para Sísifo.
Estoy agotado. Acostado en la cama, hace unos minutos que me he duchado y ya tengo la cara y la cabeza cubiertas de polvo. Decido no luchar y opto por caer dormido. De todas formas es poco lo que puedo hacer contra el viento.
Ayuda que pasé todo el día moviendo muebles y cajas y que hacía calor. Ayuda que el sábado estuve todo el día bajo el sol, participando en una demostración de uso de herramientas hidráulicas de esas que se usan para cortar carros accidentados.
Son de esas que en los periodistas bautizaron con el simpático nombre de quijadas de la vida. Pesan las chingaderas esas y bajo el sol se hace complicado maniobrarlas. La primera instrucción que nos dan es: no luchen contra las quijadas de la vida, siempre les ganarán.
Son unas chingaderas que parecen tenazas de cangrejo pero que ejercen miles de libras de presión por pulgada cuadrada y cortan los fierros de los carros como si estuvieran hechos de plasticina.
No luchen contra las quijadas de la vida, déjense llevar, dice el instructor. Es un tejano que mastica tabaco y dice “y’all” al menos en una de cada dos frases y por alguna razón que no termino de entender es peligrosamente crítico de los Estados Unidos. Todo lo crítico que puede ser un tejano, al menos.

Quizá tendría que haberle explicado eso a la dueña del café donde he estado yendo a comer los últimos días. Es un sitio en el centro de El Paso, al que alguien alguna vez le quiso dar una onda que en Guatemala habrían llamado estilo Seattle con mesas y sillas como de biblioteca y una librera de esas que tienen una escalera montada sobre un riel.
Hoy, cuando volvía de comer, deleitándome con la sensación de triturar bajo mis pies las piedras de granizo que cayeron de pronto mientras almorzaba -el clima cambia cada 20 minutos en esta tierra-, sospeché que la dueña ha tratado de imponerle su voluntad al café.
Un poco como cuando cuando hace ya tantos años, hartos de aguantar borrachos, decidimos cambiarle la cara al Variedades Sureñas y convertirlo en cafetería de almuerzos ejecutivos.
Un recorte de prensa enmarcado en una de las paredes me indica que la nueva dueña lo adquirió hace poco. Probablemente lo habrá heredado. Y en medio de esa onda cool, ese estilo Seattle tan cool, habita un orden neurótico, una forma frenética de ordenar sobre la librera las revistas con una precisión milimétrica. Una limpieza que raya en el absurdo.
Y es normal, tratamos de imponerle nuestra voluntad a la mano que nos toca en el juego. Intentamos obligar a que las cosas sean como queremos que sean, no como realmente son. Nos esforzamos en luchar contra las quijadas de la vida.
Pensamos que somos como una especie de Darth Vader sin el traje ni la voz cavernosa. Seres que con el poder de su pensamiento, con su voluntad implacable pueden cambiarle el espíritu a un cafetín, ganarle la mano al viento del desierto o vencer la fuerza titánica de las quijadas de la vida.
Quizá por esa misma lógica alquilé una casa de dos habitaciones. Porque de alguna forma quiero imponerle mi voluntad a las circunstancias. Para poder saber que los chicos ya no tendrán que dormir en la sala de mi diminuto apartamento, para que sepan que acá también está su habitación.

Y puede que tenga razón el tejano. Siempre termina uno dolorido cuando quiere imponer su voluntad a la vida, a las quijadas de la vida. No las que cortan los carros como si fueran confetti, sino las que mastican el alma, la esencia las personas con el abrumador peso del tiempo, molíendonos con el desgaste que produce la inexorabilidad.
Pero es que tampoco podemos, tampoco sabemos hacer otra cosa.
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