Cuando yo era adolescente, participé en un campamento y corté un árbol pequeño cuyo tronco serviría como asta para colocar una bandera. Me avergüenzo doblemente porque, además, el árbol crecía en el cerro de la Cruz, frente a la ciudad de Antigua Guatemala. La persona a cargo no solo me hizo sentir irresponsable, ignorante y una auténtica basura, sino que también se tomó la molestia de explicarme la trascendencia de destruir un bien que todos y todas debemos cuidar.
Pierre Bourdieu caracterizó el valor simbólico de las obras de arte y de otros objetos como una construcción íntimamente relacionada con la clase social. En la práctica, esto no es un secreto. En un barrio popular, la estética a la hora de pintar la cocina seguramente tendrá escasa relevancia, y las prioridades cotidianas para la gran mayoría se pueden resumir en una palabra: supervivencia.
Las obras de arte, o los objetos en general, no tienen valor porque sí, porque se pagaron y hay una factura que lo haga constar. El valor proviene del trabajo y de lo que esos objetos simbolizan. Y para el caso de la sexta avenida y los lamentables hechos de esta semana, encontré en las redes una idea atribuida a Silvia Lilian Trujillo, quien le explicaba a su hija:
Cuando el Estado en el que tú vivís te orilla a sobrevivir, te niega acceso a educación, a salud, a vivienda, a espacios de recreación, y tú tenés que andar en la calle resolviendo tu comer diario y el de tu familia, no ves en una obra de arte más que el poder de quien te oprime.
En suma, mi valoración del arte y del ornato son producto de mis condiciones materiales o, dicho en otras palabras, de los privilegios que he gozado y que han sido sistemática y estructuralmente negados a las personas que protestaban esta semana en el centro histórico. De esa cuenta, no puedo pedirle a un grupo de personas sumidas en la desesperación que no vea la cara del alcalde Arzú en un objeto ornamental que ocupa un lugar que a ellas les es negado para trabajar.
Finalmente, estoy en desacuerdo con quienes culpan exclusivamente al alcalde por esta situación. Nos guste o no, debe haber límites para el uso del espacio público, incluyendo las actividades comerciales formales e informales.
Lo que aconteció esta semana es un motín urbano, una irregularidad en un sistema de explotación que toleramos cotidianamente. Por tanto, la indignación ante los destrozos de bienes públicos debería abarcar también la destrucción del agua o problemas como la ocupación del sistema de justicia, que nos pertenece tanto como un semáforo.
La paz social que envidiamos de otros países se ha construido fundamentalmente con la redistribución de la riqueza. En Guatemala, por el contrario, seguimos apostando a hacer menos salvaje el neoliberalismo. Eso es comprensible viniendo de las derechas, pero es imperdonable para las izquierdas.
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