Vamos con los chicos y una pareja de amigos (una pareja: él alemán, ella chapina) hacia las Fuentes Georginas y no puedo dejar de pensar que toda esta situación es un buena metáfora de Guatemala.
Venimos de una mañana de contar bolitos en la carretera y en Xela. Había bolitos dormidos, y los había sentados a la orilla de la carretera, había bolitos cargados en hombros por las mujeres de su familia en Nahualá (nunca nos falla Nahualá cuando de contar bolitos en día festivo se trata) y hasta había un bolito que caminaba desafiante, con la camisa en la mano, por la línea blanca de la Interamericana.
Y mientras el carro se hacía paso entre ese manto de niebla que no deja ver nada, subiendo la montaña hasta el Turicentro Fuentes Georginas, a través de sembradíos de zanahoria y coliflor, de parcelas de remolacha y perejil, yo venía pensando en eso que me dijo una vez un amigo, de que Guatemala no es país, es paisaje.
![]()
Abajo, la carretera y la planta geotérmica son de las pocas cosas que delatan el año, 2011. Eso y una torre celular, encaramada en lo más alto de un cerro. La torre, roja y blanca, recortada contra ese verdor imposible de Zunil parecía sacada de un anuncio. Pero, al fin de cuentas, todo acá parece sacado de una fotografía publicitaria.
Llegamos a las fuentes y allí estaba nuestra reservación. Escrita en uno de esos cuadernos de cien hojas, engrapado por el centro. De esos cuadernos que solo he visto en Guatemala. Los llevan los niños a las escuelas y colegios, los tienen los policías -doblados por la mitad, sudados, en el bolsillo trasero del pantalón-, los guardan los alcaldes auxiliares para levantar actas en las aldeas y, en las Fuentes Georginas, para apuntar que yo habría de llegar el 15 de septiembre a dormir al turicentro.
“Lleve leña, porque las habitaciones pueden ser un poco húmedas”, me previno el hombre que hizo la reservación en las fuentes, porque en su hotel, El Modelo en Xela, estaba todo lleno para las fiestas patrias.
No entendí lo que me había querido decir, sino hasta que ya era muy, muy tarde.
Hecho el check-in, el alemán mira un poco desilusionado las instalaciones. Me dice: “acá se podría hacer un Spa de cinco estrellas y generar mucho dinero para esta comunidad, el paisaje es hermoso”.
Decidimos volver a Xela para recoger la ropa de los chicos. “A las siete cerramos el portón, por su seguridad”, me dijo el muchacho que nos dio ingreso al hotel. “Después de las siete, no entra ni sale nadie, por su seguridad… yo solo le digo para que no se queje después”.
Además, me recomendó pedir cena de una vez, porque en este hotel cierran la cocina a las siete de la noche.
Antes de salir, le pregunté al guardián a qué hora podía volver. A las ocho, me dijo.
Fuimos y volvimos de Xela todo lo rápido que pudimos. Estábamos a las siete y cuarto de la noche en el portón y, tal como lo advirtió el del mostrador/restorán, estaba cerrado con cuatro candados.
Cuarenta minutos después, cuando ya había juntado un poco de leña y me disponía a quemar la caseta del guardián, aparece una luz en medio de la oscuridad. “Papa, apagá el fuego, ahí viene el guardián”, dijo uno de los chicos.
“¿Usté es el que dijo que iba a venir?”, me pregunta el guardián.
“Si, soy yo, ¿usté me dijo que iba a estar hasta las ocho?”, le dije yo.
“Mejor entre”, me contesta.
Le pregunto si me puso leña, como le pedí antes de irme. Y me contesta que para qué, que total está húmeda la leña. Le digo que la leña que él tenía en la entrada está seca (yo mismo me di cuenta cuando estaba haciendo una fogata para quemarle la caseta) y me contesta que sí, que está seca, pero que es de él y que no la vende.
Antes de ir a dormir, nos metemos en la piscina. Hace rato que todo el mundo se fue a sus habitaciones. La calma de cementerio, sumada a un resplandor verdoso que sale de las piscinas, el intenso olor a azufre de las aguas sulfurosas, la niebla que comienza a bajar y un bramido como de toro asmático que sale cada minuto y medio de uno de los chorros que alimentan las piscinas le da un aspecto fantasmagórico al lugar.
En el agua, la sensación de saltar de ese frío húmedo que cala hasta los huesos a esa humedad cálida de las piscinas compensa toda la incomodidad del día. Poco a poco, las aguas tibias se van llevando la cola de Chimaltenango, los bolitos de la carretera, la lluvia constante en el camino, el tráfico de Xela, las malas caras en Xela y el mal servicio del hotel.
Vamos a dormir y la madera requiere de todo el ingenio de mis hijos, un manojo de ocote y una enorme cantidad de palabrotas de mi parte para comenzar a arder. En la habitación del alemán y su novia la leña estaba aún más verde y a la mañana siguiente, a las siete como habíamos quedado, estaban tullidos por el frío.
A las y media aparece el mismo del cuaderno del día anterior. Viene aún amodorrado, con la camisa en la mano como el bolito de la Interamericana. Le digo que queremos café, que tenemos frío y que queremos irnos. Me dice que a las ocho abren. Entra al restorán y sale segundos después en calzoneta. Mis hijos no pueden creer lo que está pasando. Se mete a la piscina y comienza a bañarse.
Minutos después, llega otro empleado del turicentro y también se mete. Uno de los niños -o puede que haya sido yo- hace una referencia a Brokeback Georginas y nos reímos un poco para quitarnos el enojo de estar viendo cómo nos ignoran.
Conforme me va pasando la bronca me doy cuenta que no es culpa de ellos. Nos dijeron la hora de cierre, nos dijeron que lleváramos leña, nos dijeron que el restorán cerraba a las siete y era de esperarse que antes de las ocho de la madrugada fuera ilógico pedirles nada. La culpa es mía, por esperar que por 50 dólares la noche, podríamos tener un poco más de servicio.
Desde el primer momento, estaba claro que no les interesamos. No se trata de grandes esfuerzos, de un Spa a todo lujo como quería el alemán. No se trata de dejar chocolates de menta en la almohada y de tener duchas con cinco chorros que salen de la pared. Son cosas chicas, como esperar a un cliente que llegará unos minutos tarde, como asegurarse que en un lugar gélido habrá leña que arda, como tener sábanas limpias, como que no haya telarañas por todos lados. Cosas que digan: “Usted no nos pela la verga, por favor vuelva pronto”.
Conforme vamos manejando hacia Xocomil, me doy de cuenta que no pagué la estadía de uno de mis hijos. Me pregunto si he de volver a pagar. No tanto porque crea que se merecen el pago, sino porque una vez leí en el catecismo sobre “el ojito divino”, que todo lo ve, que puede ver dentro de nuestro corazón y desde ese día no he tenido paz; voy a todas partes subyugado por ese horrible sentimiento de culpa.
Horas más tarde en el Irtra dejo la mochila el mostrador de la entrada. Cuando pregunto más tarde por ella, nadie me da razón. Llamo al día siguiente, me pasan de una extensión a otra, me dicen que nadie la vio. Supongo que fueron los empleados que estaban allí cuando la dejé y las cámaras de la entrada captaron el momento del robo. Estoy tentado a pedir que me muestren la cinta pero luego pienso en el “ojito divino” y me doy cuenta que de alguna forma me merezco esto, que al final salió más caro perder una buena mochila, un teléfono y un par de pantalones shucos que pagarle a los de las Georginas.
Solo me queda el consuelo de pensar que el “ojito divino” les ha de estar metiendo toda la verga a los que se robaron mi mochila.
Más de este autor