Mi madre llamó para saludar, mientras salía de una reunión en su oficina. Hemos quedado de vernos este fin de semana para comer. A penas he salido de una enfermedad tropical, una infección de garganta, que por ratos, gracias a la fiebre, me hizo pensar que sería una especie de escritor del siglo XIX con mucha furia y sólo una pierna.
Por fortuna la química ha avanzado mucho y el servicio a domicilio es fantástico. Así que me pude recuperar en un tiempo prudente y volví a la oficina, para dejar mis delirios decimonónicos engavetados para la siguiente enfermedad.
Así que heme aquí, en Tribunales, sentado en uno de los pasillos, pensando que con este calor quizá pueda morir derretido junto al plástico manchado de la silla; mientras el resto del panorama son bancas de madera apolillada, colocadas sobre los pasillos de luz lechosa, que se derrama sobre los presos, los deudores, gente que ha sido despedida del trabajo, y toda suerte de personas tratando de resolver un conflicto y sacarse una plata encima.
Las oficinas son microcosmos donde nacen torres monumentales de papeles. Hay cuatro ascensores donde puedes imaginarte siendo una sardina. Hay un ciego que saca fotocopias, un café que sabe a colillas de cigarro y un sótano con una mazmorra.
Pululan grupos de hombres con saco, mujeres perfumadas con maletines en mano y muchas preguntas para los familiares de sus clientes. Abogados que ríen como si se ahogaran. Hace poco subí al piso catorce y descubrí que habían desmantelado todas las oficinas. Bajé del ascensor y encontré un espectáculo de puertas arrancadas, cables de electricidad colgando del techo y ningún objeto a la vista, salvo los vidrios eternamente sucios. Creí que el apocalipsis comenzaba en el piso catorce de Tribunales. Según me dijeron, luego de bajar al menos tres niveles sin respuestas, harían una renovación. Kafka se reirá de nosotros.
Son ya las dos con quince, un viernes caluroso, esperando una audiencia, con los audífonos puestos; mirando de reojo a las señoras canosas, con vestidos largos, zapatos sucios y manos ásperas que aguardan en las bancas para mirar a sus hijos engrilletados.
Los suben del sótano a las salas de audiencias, para que les den cárcel o libertad, da igual; porque seguro si están allí es porque van a morir en alguna acera, acordonados sus cuerpos con cinta amarilla.
Se hacen los rudos frente a los abrazos de sus madres, sus hermanos, sus primos, las novias de pantalones apretados y altos tacones. Miran con desafío a los fiscales, como yo. Subo el volumen de la música en los cascos. Acabo de hacerme de la suite que Hayasaka Fumio escribió para los Siete Samuráis de Kurosawa y la hago sonar. Una pieza magnífica que me lleva bastante lejos de aquí, a una tierra de guerreros con espadas perfectas y buenas maneras.
Al final resulta un soundtrack para una tarde terrible: todos los presos tienen madres. Todos lloran frente a mí. En las bancas, cubriéndose de lágrimas y de leche de luz blanca sucia, como de matamoscas.
Como aquél, el de los tatuajes, con cuatro guardias con rifles custodiándole y una madre con un pañuelo en la cabeza y el delantal, acariciando su cabeza rapada. Una anciana que lo mira con tanta pena, dolor, resignación y angustia; y muchas preguntas que seguro no hará, salvo las de regla: ¿comiste? ¿tenés ropa? ¿qué te dijeron? ¿cuándo salís? Mientras les ponen en las manos billetes o una botella de agua.
Este jueves es el día de la madre. Yo celebraré a la mía, a mi abuela, y por supuesto a la madre de mi hijo. Ese día todos los sitios se llenan de tipos como yo, intentando encontrar una mesa para caer un poco en el juego del mercadeo y aprovechar para pasar un buen rato. Pero vamos, estoy seguro que esta Torre estará llena también ese día, como los hospitales y cementerios.
Por supuesto, habrá que mirar ese espectáculo, de mujeres siendo valientes, pasando el peor momento de su maternidad, cuando saben que sus hijos hicieron algo horrendo y están detenidos. Cuando no creen en otra inocencia que la que alguna vez tuvieron sus hijos cuando les cargaban amamantándolos. Ese momento breve, antes que la calle se los robara, para encontrarse con el hambre, la discriminación y las pandillas abrazándolos como una hermandad de huérfanos disidentes.
Vaya, tengo ganas de pasearme en bicicleta. Llegar hasta un parque y acostarme a sentir el olor del pasto. De pensar en cómo será el mundo, cuando todos seamos otra vez los niños que somos en los ojos de nuestras madres. Pero lo dejo para otro día. Es hora de la audiencia.
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