Francisca Alvarado Chij rebusca entre las gavetas de su pequeño cuarto. Entre retazos de tela y algunas hojas, encuentra una carpeta plástica. “Aquí tiene que estar”, sonríe. La humilde habitación, impoluta, y el olor a perfume que impregna cada esquina, son muestra del orden con el que Francisca cuida las pocas cosas que tanto esfuerzo le ha costado juntar.
Abre la carpeta con cuidado, y camuflado entre algunos papeles aparece un álbum de fotos, resguardado de la humedad. “Sí, aquí está”, confirma. La mujer saca una fotografía antigua, de hace unos 20 años, dice. En ella aparece una dedicada y joven Francisca, al inicio de una línea de producción de una maquila en la que trabajó tiempo atrás.
La historia de Francisca es una historia de constancia, de resistencia. Su memoria parece uno de esos álbumes de fotos que guarda con meticulosidad. Nació hace 47 años en Mazatenango, en el departamento de Suchitepéquez, y cuando apenas levantaba un palmo del suelo, su familia migró a Petén. Con 13 años, a inicios de los 80, una Patrulla de Autodefensa Civil (PAC) mató a su padre. “Mi papá no era guerrillero”, cuenta sin poder aguantar las lágrimas, golpeada por el recuerdo.
Comenzó a trabajar muy niña, a los siete. Primero vendiendo comida en los buses.Cuidando niños, fabricando zapatos, y sirviendo comida en un restaurante después. A los 16 se fue a vivir con el padre de sus hijos. A los 22 llegó el primer trabajo en una maquila. Y a los 36, empezó a trabajar como operaria en Koa Modas, S.A., una fábrica de capital coreano ubicada en la zona 7 de Mixco. Su pareja y los golpes que le propinaba se quedaron en el camino.
Francisca, al igual que sus compañeras, gana el salario mínimo estipulado para las maquiladoras por el Ministerio de Trabajo. Q.2,758.16 al mes, más de Q200 menos que el sueldo mínimo general.
Con esta cantidad, las trabajadoras de Koa Modas apenas pueden permitirse alquilar un pequeño espacio que en ocasiones no supera dos metros de ancho por tres de largo. Algunas mujeres logran rentar un espacio mayor con apoyo de sus parejas, pero la mayoría están solas a cargo de varios hijos y deben hacer números para llegar a fin de mes.
Es el caso de Zaily Janeth Mejilla, que vive con dos de sus hijos en la colonia Berlín, en la zona 10 de Mixco. Los tres comparten un cuarto ocupado casi en su totalidad por una litera. La habitación se encuentra en la parte trasera de una imprenta. Las paredes, de madera, están roídas por las ratas que se pasean con la libertad que les proporciona la penumbra del lugar. La parte superior del cuarto está forrada con cartón, que se empapa y se hincha con la fuerte lluvia que cae afuera. “Pago Q200, una parte del alquiler —cuenta—. Mis papás me ayudan con el resto. No es lo mismo que pasan otras compañeras”.
Otras mujeres están completamente solas. Dejaron sus municipios de origen y migraron a la capital, con la propuesta de un trabajo fijo y la promesa de enviar un porcentaje del sueldo para mantener a sus familias.
Muchas optan por alquilar pequeños cuartos en las calles aledañas a la fábrica: unos espacios angostos, con una puerta, y, con suerte, una ventana que da a un patio común. Josefa Poncio López es una de ellas. Llegó de Santa Cruz del Quiché hace 17 años, cuando comenzó su trabajo en una maquila de la zona 3 de Mixco. Hace 11 años empezó a trabajar en Koa Modas. Paga Q350 al mes por el lugar que renta, una habitación dentro de un terreno en el que viven otras mujeres y hombres, la mayoría trabajadores de la fábrica. Su hija, de nueve años, y su padre viven en Santa Cruz.
Los alquileres aumentan conforme el lugar queda más próximo a la maquila. Magdalena Marcos Raymundo llegó de Nebaj, Quiché, hace 20 años. La humedad que impregna su cuarto se cuela por las fosas nasales y humedece el pelo de Magdalena que, cohibida, muestra el humilde espacio que comparte con dos de sus hijos pequeños. Dos camas imperiales, una estufa de gas oxidada y un armario de madera. Q525 al mes.
Francisca, Zaily, Josefa y Magdalena narran la misma realidad. La vida en la maquila no es fácil, aseguran. Largas jornadas de trabajo, horas extra no pagadas y un problema que afecta a una buena parte de las trabajadoras: el impago de las cuotas del Instituto Guatemalteco de Seguridad Social (IGSS) por parte de la empresa.
Hace unos años, decidieron organizarse para tratar de detener estos abusos.
La organización
Sentada en la silla frente a su vieja máquina de coser, con la que de vez en cuando hace algunos encargos, Francisca narra los abusos verbales y físicos, el acoso sexual y las amenazas directas que se daban —y se siguen dando— día sí día también por parte de los superiores y del jefe de personal de Koa Modas, S.A. Cuando se enfrentaba con sus supervisores, al principio, Francisca lloraba. Le temblaba el labio inferior, las piernas, y un sudor frío recorría su espalda cada vez que levantaba la voz. Pero la unión con varias compañeras y compañeros la fortaleció. En 2011 decidieron, al fin, sindicalizarse. Nacía el Sindicato de Trabajadores de la empresa Koa Modas, “Sitrakoamodassa”.
La sindicalización en Guatemala puede llegar a ser un desafío, por desconocimiento y reticencia de los empleados. En el sector de maquila todavía más complicado. Las trabajadoras consultadas hablan de acoso, hostigación y amenazas en los inicios de la organización.
El Ministerio de Trabajo ha registrado la creación de 47 sindicatos de maquilas entre 2012 y 2017. Sin embargo, Francisco Sandoval, viceministro de administración del trabajo, hace hincapié en que la organización no tiene la obligación de anunciar a la cartera si se da de baja o sigue vigente. Por ello, desconocen el número real de agrupaciones activas.
En la Central General de Trabajadores de Guatemala (CGTG), donde dan seguimiento a este tipo de informaciones, Lidia Cardona, secretaria ejecutiva encargada de actas del Sitrakoamodassa, cuenta que a la fecha únicamente hay tres sindicatos de maquila operando en Guatemala.
La organización a la que pertenece Cardona cuenta con 175 afiliados. Unos 50, explica, son hombres. El resto mujeres. A pesar de la gran cantidad de trabajadoras, los consejos directivo y consultivo del sindicato están integrados únicamente por tres empleadas, de un total de 12 cargos. “Es por el mismo machismo que hay en la maquila —explica—. Piensan que es mejor un hombre en un puesto de liderazgo que una mujer, para negociar. Y hasta cierto punto, puede ser cierto. Una compañera que antes integraba la directiva llegó a ser agredida por uno de los jefes de la empresa”.
Cardona explica que la creación del sindicato supuso mejoras, pero remarca que los miembros de la agrupación han sido los únicos beneficiados. Un porcentaje reducido, tomando en cuenta que la maquila cuenta con 1,180 trabajadores.
“Las violaciones, el acoso sexual y laboral siguen dándose, pero sobre todo con gente que no está en el sindicato. Esto también hizo que aumentara el número de afiliados”, cuenta Cardona. “Muchas mujeres son acosadas por los supervisores. La mayoría son madres solteras a las que los jefes les dicen que si quieren seguir en el puesto, tienen que salir con ellos”, continúa.
La Comisión de Verificación de Códigos de Conducta (Coverco) es una entidad privada que lleva 20 años documentando las violaciones de derechos humanos y laborales en maquilas. Homero Fuentes, su director, remarca que en la sindicalización “se ve reflejada toda la cultura de terror que hemos vivido en este país. Cuando violan a una secretaria general de un sindicato, cuando le echan gasolina a una trabajadora, ¿quién más quiere afiliarse ahí? El mensaje está dado”.
Según Sandoval, cuando reciben denuncias de este tipo de abusos y amenazas, el Ministerio de Trabajo investiga si la queja tiene fundamento. “Si se constata este extremo, se fija una prevención a la parte empleadora para que cese con cualquier tipo de discriminación o amenaza. En caso de que incumpla, se pone una sanción y obviamente también la organización sindical o la persona puede además poner la denuncia en el Organismo Judicial a través de un incidente de represalias”, completa.
El despido
Sitrakoamodassa no fue la excepción. En 2013, dos años después de su creación, las 46 trabajadoras y trabajadores que integraban el sindicato fueron despedidos. Los empleados denunciaron a la empresa y un juez ordenó su reinstalación inmediata. Sin embargo, esto no sucedió. La empresa presentó varios recursos legales y retrasó la reinstalación durante dos años, hasta que finalmente fueron colocados de nuevo en sus puestos de trabajo.
El juzgado ordenó el pago de los salarios dejados de cobrar por los empleados despedidos y, según Cardona, de la directiva de Sitrakoamodassa, la empresa se comprometió a ir abonando el dinero en cuotas, ya que, aseguraba, no contaba con la disponibilidad para pagar los más de Q125 mil. Sin embargo, a la fecha esto no sucedió, denuncia la trabajadora.
Gregoria Chacach, tiene 49 años. Llegó hace 25 de San José Poaquil, en Chimaltenango, “por pobreza”, dice. Vive en un cuarto con techo de lámina, donde se respira un calor pegajoso, a pesar del fresco de la tarde. Cuenta la historia del despido y la reinstalación con una precisión asombrosa. “Había mucho maltrato, por eso decidimos armar el sindicato, el 18 de diciembre de 2011. El 28 de junio de 2013 nos echaron a la calle”. Gregoria asegura que ese día llegaron a la fábrica y se encontraron con la puerta cerrada. “Ustedes no entran”, dijo el guardia de seguridad. “Nos reunimos con la inspección de trabajo, la PDH (Oficina del Procurador de Derechos Humanos), la defensora de la mujer… —continúa—. Se ganó una reinstalación en 24 horas, pero la empresa no la llevo a cabo. Pasaron cinco años hasta el 18 de mayo de 2015”.
En su cuarto, Florinda Ismalej Jerónimo guarda una copia de la orden de reinstalación laboral que el juzgado de paz de Mixco emitió hace tres años. Florinda lleva 17 años trabajando en el sector maquilador. Siete de ellos, en Koa Modas. Recuerda con tono enérgico, mientras revisa los papeles, que, a pesar de ser reubicadas en la empresa, las empleadas continúan peleando por recibir los salarios. Son más de Q63 mil por persona.
Esta, junto con el pago de las cuotas del IGSS, es la gran lucha de las trabajadoras de esta maquila. Floridalma Ramírez Alonso, una de las más veteranas, con 61 años, parece incombustible. Fue de las primeras mujeres en integrar el sindicato. Vive en la zona 1 de Guatemala, en una pequeña casa que comparte con sus hijos y sus nietos. “Antes vivíamos en un barranco, pero con el huracán Mitch perdimos todo. Fuimos beneficiados con este lugar y aquí estamos ahora”, cuenta. Asegura que ella es la única que, con sus poco más de Q2,700 al mes, sostiene a su familia.
A Floridalma le tocaría jubilarse este año, pero, lamenta, no va a poder. En 2014, sacó su constancia de cuotas en el Seguro Social y le salió a cero. “No tenía ninguna cuota pagada y llevo trabajando en la maquila desde hace 17 años”. Con el pelo teñido de canas, la trabajadora es ejemplo de perseverancia: “Yo les digo a mis compañeras que hay que seguir, en la lucha… Hay que seguir”.
Según el viceministro Francisco Sandoval, están en conversaciones con la empresa y las trabajadoras y trabajadores “para instalar una mesa de diálogo para someter las diferencias, con nosotros como amigables componedores. El impago de cuotas podría llevar a una sanción pecuniaria. Pero al final, la sanción se paga, y el daño sigue estando ahí. La idea es poder profundizar en la situación para exponer ambas partes a través de la mesa de diálogo. En algunos momentos los problemas se agrandan porque no hay estos espacios”.
Cardona no se muestra muy esperanzada al hablar de estas mesas de diálogo. “Llevamos 35 audiencias en el juzgado de Paz de Mixco para ver lo de la reinstalación, pero la mayoría son suspendidas porque no está la jueza, o no llegó la intérprete, o la dueña no aparece. También tenemos entendido que el IGSS obligó a la empresa a pagar las cuotas pendientes, pero pusieron recursos y ahí se quedó estancado”.
Se trató de obtener por vía telefónica la versión de Koa Modas, S.A. en varias ocasiones, pero en la fábrica alegaron que los responsables no se encontraban disponibles para hablar.
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Durante los dos años en los que la empresa no reinstaló a las trabajadoras y trabajadores, Francisca Alvarado puso en marcha su máquina de coser manual. “No tiene luz, pero puedo enhebrar la aguja con los ojos cerrados”, asegura. Vendió prendas que confeccionaba ella misma e hizo algún que otro arreglo en la ropa de sus vecinos, para poder llevarse algo a la boca y a la de sus dos hijos, a los que mantenía sola después de abandonar a un esposo alcohólico y maltratador. Y en medio de la tormenta, volvió a estudiar. Primero terminó la primaria. Después se metió con básicos y bachillerato. Hoy está graduada en hotelería y turismo. “Yo no voy a depender de nadie, no voy a depender de ningún hombre”, asiente, orgullosa.