Pero también vamos adquiriendo nuevas formas de apego, como el dinero, una pareja, un trabajo. Y el aferramiento es tal que, cuando ocurre alguna situación ajena a nuestra voluntad y más grande que nosotros y nos negamos a que esta aparente pérdida suceda como un desprendimiento suave, nos duele terriblemente posicionarnos en contra de la naturaleza cambiante de la existencia.
Entonces vienen toneladas de sufrimiento. Aparece el bótox porque nadie quiere envejecer. Pintarse el cabello. La compra de convertibles. Buscar una novia veinte años menor. Cremas contra las arrugas. Hay que pelear contra el envejecimiento. Por supuesto que lloramos las muertes, que son inevitables y provocan un dolor inacabable, aunque imposible de evitar.
A las novias no las queremos dejar ir a pesar de que la relación se haya convertido en una ensarta de peleas cada vez más recurrentes. No queremos que los hijos crezcan, y menos que se casen o se vayan de la casa. Y este tipo de condiciones ansiando lo permanente generan conflictos internos y sociales. Gran parte de lo que hacemos gira alrededor de luchar contra el transcurso interminable del tiempo.
Dedicarse a lograr que la gente no se vaya puede convertirse en una obsesión que dura años, posiblemente toda la vida. Viene entonces la pregunta de a qué estamos dispuestos a renunciar para conseguir la paz, el disfrute auténtico de los días. Quizá debamos dejar ir todo o buena parte de lo que hemos aprendido.
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Hay ideas tan arraigadas: que a tal edad debemos tener formada una familia o la necedad de estar con una persona, de hacer tal trabajo o de estremecerse entre los manjares del poder indefinidamente, que pueden provocar unas locuras para defender todo eso a lo que no queremos renunciar.
Fernando Pessoa escribió en el Libro del desasosiego: «Feliz es quien no exige de la vida más que lo que ella espontáneamente le ofrece […] Feliz es, en fin, el que renuncia a todo y al que, por renunciar a todo, nada le puede ser arrebatado ni disminuido». Me pareció puntual trasladar este comentario, que ejemplifica el potencial de la renuncia.
Además, renunciar al poder (es decir, dejar pasar a alguien aunque llevemos la vía) es un acto de liberación interna de ese deseo de imponerse, de insistir en poseer, de demostrar que uno es más que el otro por determinadas circunstancias: más alto, más guapo, más inteligente, mejor escritor, que conecta más chavas, que tiene una mayor influencia en la política del país.
Como plantea Pessoa, hay veces en que la renuncia es redentora, pues conecta con el infinito, con cualquier posibilidad, con transgredir las expectativas edificadas con lo que los filósofos llaman la tradición: los componentes culturales, las carencias de la infancia, los mandatos de la publicidad.
Conforme las décadas pasan, hay quienes se van volviendo más pacientes, dejan de preocuparse por trivialidades y consiguen disfrutar ya no ser esclavos de los impulsos, como dice Platón en las primeras páginas de La república. Pero hay otros a quienes el aferramiento los conduce a la amargura y a la soledad.
Yo digo todo esto sabiendo la dificultad que implica. Por ratos parece imposible, e incluso no nos imaginamos una vida de esta forma. Pero también pienso en todas aquellas conductas a las que he renunciado casi siempre por una necesidad exacerbada, quizá por pura pretensión de sobrevivir, y creo que hay posibilidades de conducirse cada vez más hacia cierta sobriedad pacífica.
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