En su Historia General de las Cosas de Nueva España (2006, México, Porrúa, págs. 611-615), Sahagún escribe: «Hay unas avecitas en esta tierra que son muy pequeñitas […] Tienen el pico chiquito, negro y delgadito, así como aguja […] Comen y mantiénense del rocío de las flores; como las abejas, son muy ligeras, vuelan como saeta […] Renuévanse cada año: en el tiempo del invierno cuélganse de los árboles por el pico, allí colgados se secan y se les seca la pluma; y cuando el árbol torna a reverdecer él torna a revivir, y tórnale a nacer la pluma, y cuando comienza a tronar para llover entonces despierta y vuela y resucita». Acerca de otras, a las que clasifica como las «que tienen alguna conversación en el agua», dice: «[Una] da voces, llama al viento y entonces viene el viento serio, [mientras otra informa a los pescadores y cazadores] cuándo lloverá, o si lloverá mucho o poco; cuando canta toda la noche dicen que es señal [de] que vienen ya las aguas cerca [… y de] que habrá abundancia de peces».
El mayor porcentaje de aquellas aves ya no existen hoy. Desde entonces se han extinguido alrededor de 200 especies de las 10,000 conocidas. Esta pérdida, cada vez más acelerada, es resultado de la intervención humana: la destrucción del hábitat por deforestación y contaminación, cacería y pesca excesivas, introducción de especies no nativas y transmisión de enfermedades. Los porcentajes de extinción de múltiples especies hoy son 10,000 veces sobre el rango promedio previo. Las cifras indican que estamos atravesando la sexta de las extinciones masivas, caracterizadas por los paleontólogos como las épocas en que la Tierra ha perdido más de tres cuartos de sus especies en intervalos geológicamente cortos (lo que ha sucedido solamente cinco veces en los últimos 540 millones de años).
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Hace dos semanas sorprendió la noticia de la muerte masiva de aves migratorias en Nuevo México. Las primeras conjeturas apuntaban a los incendios en la costa oeste de los Estados Unidos. Pero, además del fuego, también hubo una fuerte tormenta. Esta provocó un cambio drástico y repentino de temperatura junto con vientos huracanados con nieve, por lo que una enorme cantidad de insectos murió, se resguardó o quedó cubierta. Mientras muchas aves murieron de hambre, otras se vieron obligadas a movilizarse sin haber logrado reunir las suficientes reservas de grasa para el traslado y murieron de hipotermia. De este modo, miles de aves pasaron a formar parte de la historia de innumerables migraciones truncadas.
Las relaciones entre las aves, otras especies y los territorios en toda su amplitud constituyen ensamblajes complejos en los que cada integrante juega un papel igualmente central. Se implican unos a otros en total reciprocidad. Cuando un elemento de estos sistemas es dislocado, se genera una cascada. Una vez que unas especies comienzan a perderse, otras también pasan a hacerlo. Así, los porcentajes de muerte y extinción son exponencialmente mayores. Esta es la pedagogía de las especies en proceso de extinción, una que nos sacude e invita a salir del letargo mecanicista desde el cual olvidamos la diversidad, la complejidad y la abundancia de la vida, el cual ha constituido la máquina antropológica occidental [1], esa que divide al humano y al animal y determina quién tiene mundo o no. Fuera de esa lógica, las demás especies nos enseñan nuevas prácticas, nuevos saberes, nuevas performatividades y nociones de lo que significa ser humanos. En El animal que luego estoy si(gui)endo (2008, Madrid, Trotta, pág. 80), Derrida pregunta: «¿Cómo cambiar el pentagrama y el alcance de semejantes preguntas acerca del ser de lo que sería propiamente animal? ¿Cómo, en cierto modo, poner un bemol a la clave de estas interrogaciones y cambiar la música?». En el caso de las aves, podemos partir de escuchar lo que tienen que decirnos sin traducirlas. La apertura al otro (y al otro radicalmente otro) no radica en la comprensión, sino en la confianza.
[1] Agamben, G. (2002). L’aperto, l’uomo e l’animale. Torino: Bollati Boringhieri.
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