A mí me tocó persegiur hasta el cansancio a los parientes de una chavita que en su afán de ser periodista deportiva hasta se cambió el apellido por uno con más pegón. Su CV se puede resumir así: recién salida de la universidad, un par de pasantías en la bolsa y una intensa actividad en twitter.
De lo que pude ver, desde mi remota atalaya en el desierto, desde el pequeño agujero de bala por donde asomo mi ojo, la fallecida era una niña que estaba enfocada en su carrera como redactora sobre hockey, tenía un novio jugador de hockey y se hacía amiga de periodistas más experimentados. Networking, le llaman.
La inmensa mayoría de mis llamadas quedan sin contestar. Solo los funcionarios parecen estar tomando los teléfonos hoy, para decirme que no van a decir nada.
Los amigos, los familares de la patoja no hablan. Algunos están devastados, otros se subieron al carro de la fama y comenzaron a filtrar las solicitudes de entrevistas y otros andan abrumados por la avalancha de llamadas.
El hermano, un chavo que se filma saltando de fiordos en Noruega y en su twitter usa una foto de él vestido de bombero, no contesta mis mails. Al principio mis correos son corteses, luego desesperados, por último adquieren un tono cortante y glacial. Al fin, el lunes me contesta uno. Su respuesta son nueve palabras, ni más ni menos.
Y así estamos todos, arrancando pedacitos de carne de los cadáveres. A ver a qué saben. No es que seamos carroñeros. Al final de cuentas, es un esfuerzo honesto por rescatar la dignidad de las personas que murieron, por no dejar que se conviertan en seres anónimos. Es un intento por transformar en personas a los cadáveres. Pero, partiendo de retazos de información, es tan difícil contar la vida de alquien, es tan complicado encontrar ese eje central de la esencia de una persona.
Queremos contarle al mundo quiénes eran estas doce personas a quienes mató el sicópata, pero la materia prima es escasa. Los perfiles de Facebook cuentan una historia parcial y decorada, la gente con quienes tuvieron contacto los fallecidos están más preocupados por no decir algo que pueda interpretarse mal durante los cinco o diez minutos que durará la llamada y la gente que de veras conoció a las víctimas no está en condiciones de hablar.
Supongo que debe ser uno de tantas cosas que nos trajo el Facebook. Nuestra narrativa vital, nuestro timeline, se convierte en una carícatura de sí misma.
La vida de la gente se resume a una brevísima descripción contada malamente por nosotros mismos y con muy poca ayuda de quienes aseguran conocernos. Eso y unas cuantas fotos tomadas con un celular.
Quizá sea cierto que para conocer a alguien a partir de referencias, haga falta un millar o dos de entrevistas. Eso o convivir con la persona durante un tiempo.
Y las noticias son absolutas; tienen que serlo. Aún cuando estemos viendo la realidad a través de uno de los cientos de agujeros de bala que dejó el asesino en las paredes y la pantalla del cine, tenemos que ser contundentes, certeros, veraces.
Al final del día, tenemos doce cadáveres, cincuenta y pico heridos y un preso con el pelo pintado de rojo.
Eso y la certeza de que si los noticieros solamente pueden repetir lo que dijo el juez en una primera audiencia, describir los gestos que hacía el acusado y llamar expertos para que especulen si estaba cansado, drogado o loco durante la audiencia, es que no vamos a saber nada durante un tiempo. Quizá nunca lleguemos a saber qué le motivó.
Antes de salir de la oficina, leí una notita. Eran cinco o seis líneas sobre un niño que se suicidó en un barrio marginal en Guatemala. La explicación era más o menos así: hijo de una prostituta y un ayudante de camioneta se quita la vida porque en el colegio lo molestan.
Ese viernes, cuando llego al cine, a otro cine, en El Paso, hay policías armados en la puerta de cada sala. Vamos a ver Batman, como lo habíamos planeado semanas atrás.
La película es una basura, de eso no hay duda. Allí, dentro de la sala, se podía respirar la tensión, el temor a que un sicópata se cuele dentro del cine. La señora que estaba sentada a mi lado, no paraba de mirarme, como intentando adivinar a qué hora iba a sacar la metralleta.
El lunes, en Texas, otra docena de personas también murió. Eran todos, al parecer, inmigrantes ilegales de Guatemala, Honduras, El Salvador y por allí. Venían en un picop que por algún motivo perdió el control y quedó como un acordeón.
Un colega está intentando armar la historia de estas personas. Pero entre las autoridades federales que no sueltan prenda y que estas personas probablemente no existían en sus países... Al fin y al cabo la gente que sí existe, los sujetos de crédito, las personas que son “alguien” no cruzan el desierto a bordo de un picop desenfrenado para buscar una vida mejor. Supongo que el agujero por el cual le tocará ver a él la vida de estas personas es aún mas chico.
Hoy, una nota sobre cinco muertos. Esta vez tres niños y dos ancianos que se atravesaron en el camino de un conductor borracho. La muerte no deja respiro, me sigue. Quizá la diferencia es que acá me toca ver a través del agujerito, intentar descifrar la vida de la gente, ponerle rostros a los cadáveres.
En otros lados, se puede mirar para otro lado.
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