Así se pronunciaba, en su programa de radio Aló, Presidente, el fallecido mandatario de Venezuela Hugo Chávez. Junto con él, otros funcionaros se adherían al sentimiento aduciendo que se mantendrían «fuertes y firmes ante la decisión de la corte» y que no la acatarían por ilegal. Llamaron a los togados «bandidos» y pedían que fueran investigados y destituidos.
Juan Apitz Barbera, Perkins Rocha y María Ruggeri eran los tres magistrados que recibían las críticas. Sus sentencias contrarias al proyecto político del oficialismo les costaron la enemistad del gobierno de turno. Estuvieron sujetos a un proceso penal, a un allanamiento en la corte, a una investigación disciplinaria y a una suspensión temporal en sus cargos. Tres días antes de la transmisión radial, el más alto tribunal venezolano concluyó que los hechos imputados a los magistrados no eran ilícitos y que las medidas tomadas habían sido excesivas. A pesar de esto fueron destituidos poco tiempo después mediante una resolución arbitraria. El caso llegó hasta la Corte Interamericana de Derechos Humanos (Corte IDH), la cual condenó a Venezuela y le ordenó reincorporar a los tres jueces, lo cual nunca se cumplió.
Diecisiete años después de aquel episodio de Aló, Presidente, la Comisión Permanente del Congreso de Guatemala emitió un comunicado aduciendo que una resolución emitida por la CC contenía «manifiestas y evidentes violaciones a la Constitución» y que, por ende, se denunciaba a los magistrados por la «evidente comisión de hechos delictivos». Por otra parte, también a la jueza Erika Aifán se la acusa, en un antejuicio planteado en su contra, de emitir resoluciones «ilegales», así como de tener una «asociación ilícita» con un fiscal y con una ONG para «promover» una agenda.
Si algún venezolano leyera estos documentos sin conocer a sus autores, probablemente se justificaría que los confundiera con algo proveniente del chavismo. Pero esta vez no es Venezuela, sino Guatemala. Los comunicados forman parte de lo que pareciera ser un esfuerzo concertado de ciertos grupos para deshacerse de aquellos jueces que han resuelto o podrían resolver en contra de sus intereses.
Hace dos semanas fue el turno de la CC. Ahora parece que es turno de la jueza Aifán, titular del Juzgado D de Mayor Riesgo, de enfrentar represalias por su labor judicial. Aifán ha tenido a su cargo numerosos casos de corrupción de trascendencia nacional. Además, están a su cargo algunos procesos en contra de Gustavo Alejos (actor principal de la actual crisis de elección de cortes). Según las investigaciones de la FECI, el señor Alejos se comunicó con al menos cuatro miembros del Instituto de Magistrados de la Corte de Apelaciones del Organismo Judicial, entidad que presentó la actual denuncia contra la jueza Aifán.
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La denuncia, en términos generales, parece calificar de «ilegal» una resolución con la que los denunciantes no están de acuerdo.
El trabajo de una jueza es interpretar y aplicar la ley. La idea de que cualquier litigante disconforme pueda reclamar la persecución penal de una jueza que le desagrada es absurda y peligrosa. En cualquier caso, el derecho internacional establece que solo de faltas graves en el ejercicio de su cargo se puede responsabilizar a una jueza. Una simple diferencia de criterios legales no es suficiente para invocar la responsabilidad disciplinaria, mucho menos la criminal.
Además, el mero hecho de que una jueza le tramite a un fiscal su solicitud no es, bajo ninguna medida, argumento suficiente para alegar su parcialidad o que hay algún tipo de vínculos ilegítimos.
Todo lo anterior no implica negar que los jueces también están sujetos a la ley. La Ley de la Carrera Judicial contempla, en su título V, sanciones aplicables a un juez negligente o abusivo en el ejercicio de su cargo. Para que la acusación contra Aifán tuviese un poco de credibilidad, a lo mejor los denunciantes podrían haber buscado la vía disciplinaria, y no la deducción de responsabilidades penales.
Los llamados desde y hacia la comunidad internacional para condenar el ataque a la independencia judicial de la jueza Aifán y de la CC han sido numerosos. Ante ello, distintos actores políticos reprodujeron discursos muy parecidos a los que Venezuela presentó en su momento para desatender sus obligaciones internacionales respecto de la independencia judicial. En el litigio del caso Apitz, Venezuela alegó que las obligaciones internacionales no podían «contrariar a la Constitución» ni «limitar la soberanía nacional» y que «los golpistas anhelaban la intervención internacional en el país». Contextos distintos, falacias idénticas.
A la crisis sanitaria y económica más grande que Guatemala ha sufrido en la historia reciente se le suma una crisis constitucional. Rechazar estos ataques a la independencia judicial no es una cuestión de posiciones ideológicas, sino un asunto de Estado.
El deber de la ciudadanía hoy es evitar que se hagan ciertas las palabras del escritor inglés Aldous Huxley: «Quizá la más grande lección de la historia es que nadie aprendió las lecciones de la historia».
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