A pesar de llevar la dirección anotada, tuvimos que preguntar para ubicarnos. Torpes citadinos buscando cómo llegar. De las muchas cosas que me gustan de los pueblos es que uno puede pararse en una esquina a preguntar por alguna dirección y te la dan. Aunque a veces la información suele darse en formas distintas a las que uno está acostumbrado.
Una respuesta suele ser: ahí nomás. Y las maneras de entender eso suelen ser muy diferentes. Como diría Pérez de Antón: “entre las doce de la ciudad y el mediodía del campo, hay toda una sociología de por medio” Pero también es claro que “el interior” y sus encantos solo pueden parecerle atractivos al que no vive permanentemente por ahí. Y en consecuencia, no sufre las penurias y dificultades que eso conlleva. No digo que vivir en la capital sea sencillo, pero es claro, que en muchos aspectos podemos, y debemos sentirnos afortunados.
Tampoco es que el lugar al que vamos, sea un confín alejado de toda modernidad. No, apenas a unos kilómetros de ese lugar declarado patrimonio de la humanidad. Lo que le permite “algunas comodidades” como calles asfaltadas y esas cosas. Pero con las mismas carencias de cualquier rincón de este país. Carencias que está de más enumerar.
Finalmente logramos llegar. Damos un recorrido por toda la casa. La típica “casa de antaño”. Un patio en el centro y espacios en los alrededores. En la cocina hay unos pósters con imágenes religiosas. Ahumados y con las esquinas en franco proceso de ceder a la fuerza de la gravedad. Juan Pablo nos explica que son de su mamá, que esa era la cocina de su casa familiar. Aún sigue siendo la cocina, el único espacio que no ha mutado. El resto de ambientes son ahora pequeños salones donde se enseña y sobre todo, donde se aprende. Cuartos oscuros para el revelado de fotografías, una pequeña biblioteca y hasta una clínica médica.
En el patio, un grupo de niños intentan aprender los fundamentos para lanzar al aire una pelota con una mano y lograr retenerla con la otra. Los movimientos básicos se los transmiten otros niños, estos ya casi adolescentes. En una computadora, otros niños escriben y diagraman una revista. Y sonríen. Ta vez sea un cursi y un sentimental, pero a mí las sonrisas de los niños me llenan grandemente. Algunos más observan sentados desde las bancas.
Tal parece que así transcurren los sábados en esta casa en Jocotenango. Es el proyecto de “Los Patojos” ubicado en una casa que debieron pintar de nuevo porque a la comuna local, los vivos colores de la fachada les parecían inapropiados. No iban en concordancia con títulos nobiliarios y esas cosas. Ya se sabe, las prioridades por las que suelen velar las autoridades.
La primera vez que escuché de este proyecto fue por medio de un blog. Y entonces cuando conocí a los chicos que lo encabezan, me dio mucho gusto. Fue una noche en un bar de la zona uno. En medio de una de esas charlas en las que se diagnostica y se arregla el mundo. Pero ellos ya habían dado pasos concretos y no solo la reflexión esmerada desde un cenicero, como cantaría una banda intermitente. Así que los escuché, el entusiasmo con el que me hablaron del proyecto me contagió y me dejó con muchas ganas de visitarlos.
Cada vez que veo esos actos sincronizados que ocurren bajo los semáforos, esos donde un niño se pone de rodillas, otro se le trepa a los hombro y lanza naranjas al aire, pienso que en algún lugar de este país, alguien aprende esos malabares como parte de su crecimiento integral. No ya como un acto de sobrevivencia. Esas cosas que deberían ser harta responsabilidad del Estado. Y de eso no tengo la menor duda.
Los chicos detrás del proyecto también piensan lo mismo. Pero eso no les impide convencer a su familia a que le ceda la casa y quién sabe a cuántas personas más alrededor del mundo para lograr concretar esos sueños. Para lograr concretar esas sonrisas. Para lograr ciudadanos más activos. Eso creen y eso hacen todos los días en esa casa pintada de colores aburridos y predecibles pero llena de colores, sueños y muchas sonrisas. Y también de pósters que se resisten a caer. Ojalá no lo hagan.
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