La ausencia de cobertura, en consecuencia, no se debe a que los grandes medios del Brasil hayan perdido interés. Porque este año y el anterior no hubo desfile de carnaval en Río de Janeiro. El casi absoluto silencio tiene que ver con que, como dicen muchos pequeños medios alternativos brasileños, los empresarios de la comunicación no saben pedir disculpas o, como diríamos en Guatemala, no tienen dónde meter la cara.
Porque sucede que la persecución política del expresidente brasileño y de los miembros de su partido se inició desde que él ganó la presidencia en 2002, pues, si bien no asumió una política de combate frontal del neoliberalismo, su propuesta de combate radical de la pobreza y de la desigualdad afectó el imaginario supremacista de las oligarquías y burguesías, así como los intereses de quienes efectivamente han hecho del Estado su botín. Reelegido él por abrumadora mayoría y reelegida su sucesora, la primera mujer presidenta de ese país fuertemente patriarcal, la crispación se apoderó de todos los que por décadas habían tenido el control del país y de sus riquezas, por lo que, haciendo de lado disputas e ideologías, se volcaron en masa para destruirlos.
Primero fue el golpe contra la presidenta Dilma Rousseff, quien fue destituida del cargo por tomar prestado dinero de un banco público para equilibrar temporalmente las cuentas fiscales, lo que, si bien no es legal, no es un delito penado por la ley, por lo que todos los gobernadores, anteriores, contemporáneos y posteriores, lo practican para pagar los sueldos de la burocracia en los primeros meses del año.
En ese entonces cobró fuerza la supuesta lucha contra la corrupción, y mediante manipulación de informaciones se acusó al expresidente de haber recibido un apartamento en una zona popular del litoral paulista como propina de una constructora por favores en contratos con la petrolera estatal Petrobras. En ningún momento los jueces demostraron cuáles habían sido los favores concedidos, mucho menos que el apartamento fuese propiedad del expresidente. La otra acusación fue la de haber recibido como propina la remodelación de la cocina de una casa de campo propiedad de un amigo de Lula. Tampoco en este caso se demostró qué beneficios obtuvo la empresa, y el propietario de la casa de campo demostró fehacientemente que el terreno era suyo y que solamente se lo prestaba en ocasiones al expresidente.
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Pero, sin explicar al detalle las acusaciones, los medios convirtieron a Lula en un gigantesco ladrón enriquecido en el uso del cargo. Según el juez que lo condenó, era tan astuto que no había pruebas para condenarlo, pero el juez tenía la convicción de que aquel era culpable.
Los juicios, con lujo de exposición mediática, hicieron del juez el héroe de la lucha contra la corrupción. Así, a pesar de que la causa no le correspondía a su juzgado, responsable de los casos de corrupción de la constructora Odebrecht, dicho juez no solo insistió en ello, sino que, como vino a demostrarse después, junto con los investigadores manipuló las informaciones, obtuvo delaciones falsas a cambio de beneficios para los reos, siguió ilegalmente a la presidenta e hizo públicas informaciones contrarias al expresidente con el único fin de poner a la opinión pública en su contra. El juez ya no actuó como tal, sino como un enemigo político de Lula, que hacía hasta lo indecible con tal de eliminarlo de cualquier opción política.
En los últimos meses, la filtración de diálogos entre los fiscales y el juez Sergio Moro, que juzgaba a Lula en todos los casos, dejó en evidencia toda la serie de ilegalidades cometidas, así como el uso político electoral del juicio para impedirle a Lula participar como candidato y beneficiar la candidatura de Bolsonaro.
Las máscaras fueron cayendo una a una y las falsedades y manipulaciones tuvieron amplia publicidad, por lo cual, del héroe nacional en que se había convertido, Moro pasó a ser un simple oportunista y manipulador de la ley. Quedó en evidencia el uso político del juicio al grado de que fue uno de los primeros ministros que nombró el presidente Bolsonaro.
Con todos estos hechos, el Supremo Tribunal Federal, al conocer finalmente el amparo presentado por la defensa del expresidente Lula en el sentido de que no le correspondía a Moro juzgar las acusaciones contra aquel, falló a favor del expresidente, con lo cual todo lo actuado durante más de cuatro años quedó anulado. Esa ha sido una de las demandas permanentes del obrero metalúrgico que llegó a ser presidente reelecto de Brasil: que se le haga un juicio justo, en el que no se manipulen pruebas ni testigos, no se le juzgue a través de filtraciones a la prensa y los actos de la defensa sean atendidos jurídicamente, y no a partir de intereses electorales.
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Con esta decisión, los casi dos años que Lula estuvo en prisión resultan un daño irreparable, pero más irreparable es el daño ocasionado a todo el país al haberse promovido desde un juzgado la campaña presidencial de un torturador y defensor de la dictadura que ha demostrado su incapacidad como gobernante.
Pero la decisión judicial anterior se tomó en un momento en el que otra causa, tramitada también en el Supremo Tribunal Federal, debía ser votada: la referente al pedido de suspensión del juez Moro por las ilegalidades cometidas en el proceso contra el expresidente. El magistrado que emitió la sentencia anterior, Edson Fachin, partía del supuesto de que, con su resolución, las acusaciones contra Moro perdían validez y el héroe nacional salvaba traje y capa. Pero no lo entendieron así los otros tres miembros de ese tribunal, por lo que una semana después de que se liberaba a Lula de las sentencias ilegales se juzgaba la actuación del juez, quien fue condenado por tres de los magistrados al entender que se había hecho más que evidente que, entre otras cosas, el juzgador había actuado en busca de beneficios propios (ser ministro) al utilizar y difundir pruebas ilegalmente obtenidas —la grabación de una conversación del expresidente con la entonces presidenta—, que, por cierto, en nada eran prueba de crimen alguno. Fachin votó en contra, con lo cual quedó claro que su intención también era salvar a su verdugo.
Lo relatado arriba pone en evidencia que el lawfare —uso indebido de la ley para apartar contrincantes políticos— ha sido la norma de las oligarquías y burguesías latinoamericanas en los últimos años, pues, incapaces de vencer con argumentos, mucho menos de aceptar que el combate de la pobreza y la reducción de desigualdades es una lucha de todos, prefieren amañar procesos judiciales que perder algunos de sus privilegios. Lo mismo está pasando con Cristina Fernández en Argentina. Y es de esperar que suceda con Rafael Correa en Ecuador.
Brasil entra en una nueva fase, la de reconstruir sus instituciones, la de recuperar la alegría y la decencia. No importa si Lula es de nuevo candidato o si llega a ganar una nueva elección. Deberá haber un juicio justo que nos diga, sin mácula ni sombra, hasta dónde él faltó y hasta dónde él es inocente.
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