Parece, porque a la vista de la velocidad con la que he escrito esta entrada del blog, pareciera que no me queda ninguna gana de hacer un corte de caja de este mi primer año en esta tierra de extremos.
Después de casi un año de haber llegado al desierto, tengo poco que contar. Quizá es que ya nada me asombra, puede ser que las cosas no eran exactamente como las esperaba o que en realidad tenía muchas más expectativas de lo que en realidad resultó ser.
Y ya lo dijeron Raphael y La Carrasco a principios de los 80: “no me puedo (ni debo) quejar”. No es que esté incómodo, no es que me haya ido mal, todo lo contrario. De hecho, puedo decir que soy bastante feliz.
Atrás quedaron los días del asombro con las pequeñas cosas, de la novedad. Atrás quedaron los días de ir descubriendo el paso del tiempo y las estaciones en un lugar nuevo. Ahora, supongo, todo será repetición y rutina.
Y eso no está mal. Siento, sin embargo, que he aprendido bastante menos de lo que esperaba sobre el mundo y sobre mí mismo. Siento que aún está por hacer esta gran travesía de descubrimiento que me propuse cuando salí de Guatemala.
Puede ser que aún no comienza el viaje o que es de esos viajes en los que las lecciones aprendidas no se manifiestan sino años más tarde. Trato de mantenerme alerta ante cualquier signo de haber sacado algo en claro, pero los mensajes me eluden día con día.
Hoy también hace un año que un tsunami devastó Japón. Hace un año, y los nipones como si nada. Yo en cambio, hace un año que llegué y aún no termino de amueblar mi casa, seguramente porque estoy convencido que no me quedaré allí. De que esta es una etapa temporal, un paso más en mi camino hacia un lugar que esté cerca del mar.
Un año más tarde sigo sin pensar que haya sido un error. Pero parece que me abandona el envalentonamiento de quien se va pateando sillas y volteando mesas. Sigo convencido que era el momento de irse, de tomar distancia de un país que te obliga a ser mala persona, aunque no lo quieras.
El otro día, platicando con un oficial de migración, hijo de inmigrantes europeos, hablábamos del desarraigo, de la soledad de crecer en un país donde no te identificas con la cultura que existe más allá de las puertas de tu casa. De no sentirse parte de ese conglomerado de personas que conforman esa idea que representa “mi país”. Y en eso, él se da cuenta de que sus comentarios podrían interpretarse como “poco patrióticos”, insertó una pequeña anécdota sobre cómo su corazón dio un vuelco el día que visitó Washington por primera vez.
Yo me quedé pensando cuándo sentí eso por algún país. Y no es que sea de esos que piensan que “ni patria, ni dios, ni amo”. Pero sí, la verdad que no me siento atado a ninguna patria.
A diferencia de otros chapines que se van y en la distancia comienzan a ver que Guate es aún más chilera que en los anuncios de la Pepsi con Arjona, yo sigo pensando en los ríos que bajan llenos de espuma en la costa, en la limpieza social y en que en el condominio donde vivía querían expedir un carné en el que quedara bien clarito que las sirvientas eran eso: sirvientas.
A medida que han pasado los meses, esta tierra de polvo y cactos va perdiendo el lustre de los primeros meses. La rutina ha terminado por instalarse, arrancando el oropel.
Como dije, puedo decir que soy feliz. Poco a poco voy haciéndome lugar acá.
En el trabajo las cosas no van mal. Conforme pasan los meses, voy teniendo una idea más clara de lo que se espera de mí, lo cual no deja de ser un poco vergonzoso, después un año de haber comenzado.
Entre mis logros puedo contar que domé unas botas vaqueras lo suficiente para usarlas un día completo sin sacarme ampollas, he visto por primera vez la Vía Láctea y se la mostré a mis hijos, he logrado correr cinco kilómetros sin caer desfallecido y me he vuelto diestro en el único juego que tengo para la Play Station.
Además, estoy buscando una casa donde pueda colgar una hamaca para el verano y mis tulipanes comenzaron a asomarse ayer como incipientes indicadores de que, como hace un año, el invierno está tocando su fin y la primavera está a punto de reventar en todas partes.
He hecho algunas amistades y tengo un puñado de conocidos a quienes conozco lo suficiente como para tomarnos tres cervezas y hablar cuatro pendejadas.
Nunca pensé que iba a encontrar una patria en este país, como tampoco la encontré en España o en Guatemala. Tampoco soy tan ingenuo. De eso ya estaba seguro, antes de tomar la decisión de dejar Guatemala.
Si lo que quería era un lugar donde vivir tranquilo, puedo decir que ha sido un éxito. Pero sigo sin encontrar mi lugar en el mundo. En todo caso, supongo, eso no debería depender de dónde uno viva. Aunque ir de vez en cuando a la playa estaría bien.
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