Entre las praderas, las montañas al sur, en México y el Río Grande que se desliza por la tierra árida como una serpiente verde, este es un mundo de maravilla, donde cualquier cosa puede ocurrir.
Pero nada que haya visto antes podría prepararme para lo que me tocó ver horas más tarde en el Chili Cook Off, salvo una vez que mi papá me llevó a Nueva Orleans cuando tenía siete años y quiso ir a conocer Bourbon Street y justo pasamos frente a una barra show cuyo reclamo comercial era el sexo en vivo y el desgraciado de la puerta corrió la cortina para dejar ver lo que pasaba dentro. Supongo que lo hizo para darme un taco de ojo, pero al día de hoy no me saco la imagen de la mente.
De momento, no dejo de maravillarme ante la belleza de este lugar. Hace meses que no cae una gota de agua y no cuesta entender por qué los rancheros han vendido todo el ganado antes que sus hatos murieran de hambre.
Hace una hora dejamos atrás Marfa, un pueblo de unos 2000 habitantes que en los últimos años se ha convertido en un refugio de hipsters en medio de las praderas del desierto de Chihuahua en el oeste de Texas.
Allí comimos en un restaurante de unos suizos que por alguna razón decidieron radicarse en este pueblo, donde aún se puede ver qué casas han sido hispterificadas y cuáles aún forman parte de la cultura original del lugar.
La dueña se mantiene fiel a esta tradición de los restauranteros suizos y en general los centroeuropeos de tener esta disposición sombría y desdeñosa de los comensales. En la otra mesa hay un grupo de turistas alemanes que, a juzgar por la región, yerma y desprovista de atractivos turísticos para estos alemanes tan bien vestidos, bien podrían ser espías o algo más siniestro: nihilistas.
El pueblo no consta de más de unas cuantas calles, un banco regional, algunas gasolineras y una tienda de abarrotes donde habrá fácilmente unas 50 variedades de té orgánico, cerveza orgánica, papalinas orgánicas y tofu de diversas clases.
En el lugar nos aprovisionamos de papalinas orgánicas y cerveza. Busco mi marca en el enfriador, pero debo conformarme con una de las dos marcas no orgánicas que tienen a la venta.
Como no me tocó manejar me dispongo a tomar cerveza y fotos a lo largo del viaje. Como dije, es una inmensa pradera que se extiende hasta donde el ojo alcanza. Esto hasta que nos topamos con el Río Grande o Río Bravo, según se vea.
Las praderas dan paso a un desierto montañoso en las afueras de Lajitas, una ciudad que no es ciudad, que fue construida por un millonario de Dallas y tiene una cabra alcohólica por alcalde.
Según me cuentan, un vaquero borracho castró a la cabra hace años y en su defensa solo pudo decir que “eso es lo que se hace con los animales de granja”. Los lugareños estuvieron a punto de lincharlo pero al final lo dejaron ir si juraba no volver.
A medida que nos acercamos al Cook Off, comienzan a verse más y más patrullas del sheriff, primera señal de alarma. En la entrada, nos saluda un habitante de Lajitas, que nos cobra el derecho de ingreso y nos confiesa que en más de cinco años de trabajar cobrando en la entrada, nunca ha entrado al Cook Off. Segunda señal de alarma. Las señales de alarma continúan llegando pero, porfiados, seguimos nuestro camino.
Cualquier intento por describir lo que vimos a continuación palidece ante la realidad de los hechos. En un área de unas cinco o diez hectáreas de colinas en medio de un desierto pedregoso y polvoriento hay más de mil casas rodantes y varios miles de personas congregadas para el Cook Off.
Comienzo a sospechar que el Chili Cook Off es un pretexto para que estas personas se congreguen a emborracharse en el desierto.
Al parecer es una tradición entre los universitarios estadounidenses intercambiar collares de cuentas de plástico a cambio de que las mujeres les muestren sus pechos.
Y los fiesteros mantienen viva esa tradición a pesar de que muchos de ellos fácilmente tienen 20 años de haber dejado de tener edad para ser universitarios y algunos eran universitarios cuando Truman era presidente.
Decenas de hombres y mujeres, casi todos pasados de peso y totalmente borrachos, dan vueltas incesantemente en un circuito de caminos de tierra alrededor de las casas rodantes estacionadas en medio de esta interminable polvareda.
Delante de casi cada una de esas casas sobre ruedas, hay un grupo de hombres (y algunas mujeres) que insisten en que mi amiga se quite la blusa y honre una antigua tradición estadounidense. A cambio prometen darle un collar de cuentas plásticas.
Lo que en un primer momento era una broma un poco pasada de tono, comienza a pasar de castaño a oscuro cuando un tipo comienza a restregársele a mi amiga y decirle que si se quita la blusa le darán una camiseta. “No te vamos a hacer daño”, le dice mientras trato de adivinar cuántas personas habrán oído esa frase como las últimas palabras que oyeron mientras estaban vivos.
En el lugar no hay donde comprar cerveza pero afortunadamente aparece por allí un paseño llamado Manny, totalmente borracho, manejando un Hummer gigantesco y me entrega una Budweiser caliente. Sin embargo, la cerveza de preferencia parece ser Keystone.
Me estoy quedando sin batería en la cámara y optamos por irnos. Antes de emprender el camino de vuelta encuentro la foto de la tarde. Una mujer de unos 75 años está bailado en un tubo de esos que parecen de barra show. Está bailando, más bien está aferrada al tubo. Contra ella baila, se restriega violentamente una mujer que puede tener entre 24 y 45 años. Es de esas personas que se ve que han tenido una vida complicada desde el inicio y se nota que encontró un lugar pacífico donde refugiarse de lo que sea que la atormenta. Tiene esa mirada perdida en la distancia, ese azorado abandono de los devotos de la evasión química.
Estoy tratando de sacar las últimas fotos de la tarde cuando veo que mi amiga me mira con una cara de “mejor vámonos antes de que anochezca”. Supongo que tiene razón. Si estas cosas pasan durante la tarde, solo hay que imaginarse cómo estará el ambiente por la noche.
De camino a la salida encontramos un anciano. Lo dejaron abandonado sus parientes, con una lata de cerveza y una lata de ensure. Sin levantarse de la silla donde le han dejado, nos muestra una parrilla que hizo con una rueda de tractor. Yo pensé que eso de hacer churrasqueras con aros era cosa de los chapines, pero veo que no. Está orgulloso de su trabajo. Cuando le pregunto por qué vino al Cook Off, me contesta que por la misma razón que yo. Supongo que tampoco sabe.
Decidimos dejarle con su cerveza, su parrilla y su insoportable olor a orina.
Antes de irnos, los bomberos locales nos indican que “este año está tranquila la cosa”.
De vuelta, recorro el mismo camino que hice el día que fui a ver a Bush. De Lajitas a Alpine.
Si Marfa es un pequeño pueblo convertido en refugio de Hipsters, Alpine se antoja una comunidad más chica, a pesar de que está más poblada. Es un lugar donde un sábado en la noche pueden verse vaqueros llegar a tomar whisky a uno de los bares locales. Son vaqueros de verdad, no como los de El Paso. Estos visten ropa vaquera para salir con sus novias el sábado. Es ropa vaquera de salir, limpia y nueva. Pero las botas y las espuelas son las mismas con las que hace algunas horas estuvieron arriando ganado y castrando toros.
La región ha sufrido mucho por la sequía, pero no tanto como para que el bar local no pueda traer una banda de folk-country que suena bastante bien o tener suficiente cerveza para encontrar mi marca.
Pido una Rolling Rock y me dispongo a disfrutar la música.
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