Podríamos también demandar que quienes aspiran a un cargo público aborden con seriedad los problemas que afectan de manera particular a los pueblos indígenas, la expoliación y despojo de sus territorios, el rechazo de su cosmogonía. De la misma forma, que integren a sus discursos qué harán para erradicar los ataques contra la libertad de expresión, la criminalización de las y los defensores de derechos humanos, las migraciones forzadas y el exilio como forma extrema de silenciamiento.
En cambio, las agendas de quienes puntean en esta carrera electoral son guiones ensayados y aprendidos de memoria, suben a tarimas y escenarios a repetir performances mal actuados. Lo que vale es el espectáculo, los mensajes falaces que se derrumban como castillos de naipes al menor análisis, las palabras ajadas, que, de tanto decirlas, ya no generan ni una mueca de emoción.
Llevan semanas reiterando la narrativa de la desmemoria, esas son «cosas del pasado» vociferan para que la gente no traiga a colación los recuerdos de la muerte o sus vínculos con actos corruptos; invitan al olvido apelando a «nuevos comienzos» para que se dé vuelta a la página y no se revisen sus trayectorias políticas y profesionales que están manchadas con prácticas sino ilegales, al menos, antiéticas.
Alguna gente les cree el cuento, otra asiste al espectáculo por necesidad o por obligación y otra sabe que están actuando, que cada cuatro años se monta el espectáculo, las banderitas, los panes, las camisetas y los afiches. Lo saben y las y los candidatos saben que la gente sabe, pero como el show debe continuar, siguen interpretando sus roles.
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Por eso el desinterés creciente y la cantidad de votos cautivos que no encuentran una propuesta que les seduzca. Porque, aunque el circo siga allí y les regalen los boletos, mucha gente ya no quiere hacer cola para entrar. Para muchas personas esta política que evoca al oprobio, al olvido, a malos actores de reparto queriéndose salvar a costa del despojo, a gente que solo aspira a un cargo público para enriquecerse y a la desesperanza, ya no es siquiera entretenida.
¿Qué hacer? ¿Cómo se «corazona» la política? (como dicen por ahí al sur de este continente) ¿Es posible recuperar la potencia creadora de la construcción colectiva? ¿Habrá aún posibilidades de superar el activismo clientelar por una militancia que conmueva?
Yo elijo creer que sí, que aún quedan por ahí astillas de esperanza, gente que sí elije emocionarse haciendo política (no la emoción facilona de la política espectacularizada y tiktokera, sino la que atraviesa e interpela). Elijo creer que sí porque, aunque ahora la niebla es espesa la noche no puede durar para siempre y hay grietas por las cuales se están colando haces de luz de algunas mechas que aún permanecen encendidas. Elijo creer que sí porque como dice el poeta Julio Serrano «la larga fila de la espera también es la lucha» y yo espero/lucho. Y, además, porque no acepto que lo único que nos quede sea el pesimismo inmovilizador y necrótico.
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