Además, puede ser entendida como una afirmación excluyente por mujeres no occidentales y no individualistas (para las que la igualdad significa la búsqueda de poder). Cercar territorios y demarcar fronteras no es una actitud propia de las mujeres no occidentales. Una habitación para nosotras solas como espacio para aislarnos del mundo y autoconstruirnos nos queda corta, pues ese aislamiento, el alejarse de otros y de otras, muchas veces puede debilitarnos más que fortalecernos.
La figura de la habitación propia ha sido reclamada por algunos feminismos y espacios literarios y con buenas razones. Esta puede ser también entendida como un espacio privado dentro de la ilusión del espacio privado al que históricamente —en Occidente— hemos sido relegadas las mujeres. No obstante, este es también un doble alejamiento de la vida pública, que también nos ha sido negada y en cuya participación podemos tener influencias transformadoras. Dinero y una habitación propia para cultivarse intelectual y artísticamente, escribía Woolf en su texto de 1929. Aun así, en nuestro contexto abundan los ejemplos de mujeres comprometidas con su comunidad y poseedoras de espacios —entendidos más allá de la propiedad— para la coproducción, para el dominio de una técnica y un lenguaje propio y su enseñanza. La artista Hellen Áscoli me comentaba que, cuando las mujeres tejedoras que trabajan en telar de cintura le enseñaron a ella a trabajar en este, le extendían una invitación a «tejer mundo». Margarita Cossich mostraba recientemente en una ponencia el papel central que las mujeres mesoamericanas tuvieron en las alianzas y luchas de conquista.
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En ocasión de la Filgua, hace unos días se encontraron en una sala virtual Trudy Mercadal, Noé Vásquez Reyna y Nancy Martínez para conversar acerca de las mujeres que escriben en Guatemala y la importancia de que estas se nombren. La misma Woolf escribió que quien a lo largo de la historia del arte y la literatura firmó como anónimo siempre fue una mujer. Ahora nos corresponde a las mujeres salir del anonimato, recuperar nuestro nombre, hablar por nosotras mismas, hacernos de los espacios para poder alzar las voces que se nos han negado. Y tienen razón. Demasiadas veces y aún hoy nuestros nombres son borrados de nuestros propios proyectos, nuestros créditos son olvidados, nuestro trabajo ninguneado. En muchos casos, por la idea de que las mujeres somos guiadas en nuestro trabajo por nuestras emociones, pasiones y afectos, lo que nos sesga e impide ser lo suficientemente objetivas y universales y, por ende, menos capaces de llegar a ser referentes. Aún hoy hay quienes se asumen los guardianes encargados de mantener esta lógica, como lo expresó Trudy Mercadal, los mismos que tienen el poder de publicar y de ser publicados, los árbitros que determinan lo que puede ser arte o literatura y lo que no. Hoy, si bien nos hemos ido haciendo espacio, también se nos exhibe como tema de moda y se nos arman certámenes, separadas de los autores, como quien construye una habitación propia para encerrarse y aislarse del mundo. Nuestros nombres aparecen muchas veces en categorías separadas y como requisitos cuantitativos de inclusión en las mesas redondas. Cabe entonces pensar juntas lo que significa nombrarnos —construirnos habitaciones— y a quiénes estamos olvidando una vez que comenzamos a hacerlo evitando, como dice Noé Vásquez Reyna, el paternalismo o la tendencia a hablar por otras que tienen su propia voz.
Las prácticas creativas desarrolladas por las mujeres, en su diversidad, son muchas veces ya prácticas disidentes que constituyen dislocaciones, posibilidades para abrirle grietas a un sistema que las niega. Estas tienden no solo a tener otro tipo de contenido, sino que se desarrollan —se encarnan y movilizan— de manera distinta. Son un lenguaje que no tiene que ver con la comunicación perfecta o con «el código único que traduce a la perfección todos los significados». Como lo expresó Vásquez Reyna, «hay que romper lo que nos ha invisibilizado», pues no podemos aspirar a convertirnos en el autor. Lo que se busca, más bien, es generar aperturas para encontrarnos. El egoísmo —la autopoiesis—, los dualismos y la imposición de verdades no forman parte del entendimiento de estas corporalidades.
Nos interesa confabular más que solo fabular.
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