Por la carreta de Guatemala se sube alto, allá donde hace frío y el sol radica.
Recorriendo Guatemala se baja hasta donde el calor te abriga distinto.
Cada paisaje transmite mensajes, historias. Algunos se repiten, algunos se parecen, otros andan por vías paralelas. También existen los que no saben que existen.
Hay uno constante, de las tierras altas a las bajas, de los volcanes a las cuevas.
¡No hay agua!
2016, el tercer año consecutivo de sequía. La tierra cansada sigue intentando darles vida a la milpa, a los pobladores, a los campesinos, a los que llamamos del área rural.
En esta mezcla de paisajes semiurbanos, rurales, campesinos, agrícolas es de donde se extrae vida para toda esta nación y placeres para las demás.
Y así, los caminos.
Los caminos cuentan historias, explican.
Papá e hijo, con las fuerzas contadas, rellenan los hoyos que dibujan las carreteras rurales. Los rellenan de esperanza, de piedad. Buscan un milagro, un pasante. Alguien, pues, que perciba el desaliento de quien intenta sobrevivir.
Con un gesto mecánico, urbano-capitalino, extiendo unos quetzales. El niño los recibe con tristeza y frustración. Me pide unas tortillas. ¡Qué estúpida! La pobreza rural, la pobreza extrema, esa pobreza pide comida.
En cada carretera de este país se puede leer el grado de pobreza de su entorno, su viruela o su piel tersa.
Estás inaccesible, estás excluido. La inaccesibilidad es una decisión política.
Las montañas que un día fueron refugio siguen siendo la vida para generaciones que obedecen al régimen de la supervivencia.
Allí, en esas montañas, nace el agua abundante y pura. Tímida se esconde pronto bajo la tierra y deja a los sobrevivientes sedientos, a las tierras agrietadas, a las milpas bajas.
Camino, guiada por Mario, de San José Frontera, Huehuetenango, hacia Yolnajab o laguna Brava.
El paisaje era claro, y aún así escupí una pregunta que debí callar: «¿Cuál es la comida favorita de aquí?».
—Aquí somos pobres —respondió.
El silencio ganó. Seguimos caminando.
Lo que vino: cenotes, uno tras otro, uno tras otro, uno tras otro, cenotes turquesa, cenotes hondos, cenotes improbables, esmeraldas líquidas, Negro Caracol: tanta belleza alberga tanta pobreza.
De vuelta a Chaculá, por una ruta escabrosa como las vértebras de un tiranosaurio, Diego e Isabel vistieron el paisaje con su memoria.
Ambos son sobrevivientes de la masacre de San Francisco, Huehuetenango, ordenada por el Ejército el 17 de julio de 1982.
Pasamos frente a lo que algún día fue su hogar. Nos detuvimos. Allí solo quedan una ruina maya no identificada y un árbol viejo.
Mateo, nuestro conductor, arrancó el carro y seguimos nuestro camino. Yo volteé la mirada y desde el asiento trasero adiviné la mirada vidriosa de Diego sentado en la palangana del picop. Por unos breves instantes, mientras nos alejábamos, el fantasma de San Francisco me hipnotizó. Regresé la mirada y la crucé con la de Isabel, a mi lado. Compartimos unas lágrimas, cómplices, calladas.
Más de este autor