Estas son las palabras de Fernando Us, uno de los participantes que compartieron algunas de sus experiencias para un estudio sobre rechazo, discriminación y violencia que sufre la población LGBTIQ+ en Guatemala. Para muchas personas, en la convivencia familiar, en los espacios laborales y prácticamente en todos los ámbitos privados, públicos y hasta digitales es común encontrar este tipo de comentarios disfrazados de bromas que atacan la orientación sexual, la identidad y la expresión de género de las personas. Pero, lejos de ser comentarios vacíos, estas palabras impactan negativamente en las personas, así como en su salud física y mental, y constituyen claras manifestaciones de agresión.
En junio se conmemora el Día Internacional del Orgullo para contrarrestar esa cultura de vergüenza que una persona puede sufrir por una sociedad que la rechaza por su identidad sexual. Y es importante que recordemos que los retos para eliminar estas acciones continúan vigentes. Visibles realizó recientemente una investigación que identifica algunas de las formas de violencia contra las personas LGBTIQ+, que no solo no se reconocen en el día a día, sino que no se encuentran dentro de los marcos normativos del país. Como explica Fernando: «Me hace pensar […] que están tan normados y tan asignados los roles, los comportamientos y la expresión de género que cualquier desviación es vista como eso: como desviación».
Sin protección
El equipo de investigación de Visibles, del que formé parte, buscaba que las personas LGBTIQ+, desde sus propias voces, pudieran exponer y denunciar aquellas acciones que han limitado sus derechos humanos más básicos y han obstaculizado su desarrollo integral.
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Para algunas no fue fácil recordar momentos que marcaron su vida de forma negativa, pues representan una alta carga emocional. Estuardo Morales, por ejemplo, relató lo difícil que fue decidir cómo platicar sobre su orientación sexual con su familia. Tras mucho pensarlo, finalmente decide decirles que no va a cambiar. «Me sacaron a la una de la mañana de mi casa [...] a la una de la mañana con mi ropa en bolsas [...] y yo ahí sentado [...] ¿Y para dónde agarro? No tenía a dónde ir. Me sentí solo, frustrado. En el fondo yo decía: estoy pagando por lo que soy».
Estas manifestaciones de violencia son fruto de una cultura caracterizada por la ausencia de mecanismos de protección, denuncia y sensibilización. Ante la falta de comprensión por parte de la familia, de las instituciones educativas y laborales e incluso de las mismas instituciones del Estado, prevalecen los prejuicios hacia la identidad sexual de las personas, que se imponen a través de expresiones que tienen consecuencias duraderas en quienes las reciben: algunas de las personas que entrevistamos evidenciaron efectos de trauma psicosocial, que se refleja en la dificultad para establecer o sobrellevar relaciones interpersonales seguras.
Microagresiones: la violencia más sutil
No siempre la violencia se manifiesta de forma grosera y obvia, por lo que el equipo prestó especial atención a las microagresiones: las formas más sutiles de identificar la opresión de parte tanto de las víctimas como de las personas que las rodean. Estas incluyen burlas, comentarios misóginos y sexistas y otras acciones que invalidan a las personas que no encajan dentro de los estándares definidos sobre el género.
Mediado por la religión y por la repetición constante de estas ideas y estereotipos, Estuardo relata: «Yo decía: “Ser gay es malo. Entonces, yo tengo que aceptar lo que ellos dicen”. Entonces empecé a meterme de lleno a la Iglesia y me quedo totalmente aislado de lo que es... de lo que es el rollo”. Obviamente no era feliz porque estaba haciendo algo que me estaba reprimiendo». Una participante anónima relata que sufrió bullying: «… no soy femenina. Entonces, me decían marimacha [término despectivo para mujeres de marcada expresión de género masculina] y esas cosas».
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Pequeñas o grandes, lo cierto es que estas violencias tienen el efecto de impedirles a las personas el pleno goce de sus derechos, como es el caso de la educación. Alejandro Lanfray cuenta: «Desde la primaria me ejercieron violencia escolar en relación con mi comportamiento porque era bastante femenino. Y la maestra de cuarto primaria dijo... llamó a mi mamá y le dijo que esos comportamientos no eran de un joven normal, de un niño normal, y que tratara de educarme mejor. Fue bien feo [… Era consciente de que] simplemente estoy siendo yo y [no entendía] por qué trataban de cambiarme».
En muchos de los casos, la religión interviene en la construcción de imaginarios sociales que normalizan dentro de sus miembros el rechazo —implícito o explícito— de las personas diversas. «Saltamos varias veces de iglesia en iglesia», narra Mercedes Azurdia. «Y me metí tanto […] porque sabía que tenía un problema [...] Un pecado, un demonio que tenía que mantener controlado de cierta forma».
Romper el silencio: primer paso para la inclusión
La violencia está presente en la mayoría de los espacios de convivencia en que se relacionan las personas LGBTIQ+. Pero, si partimos de la idea de que todas las personas merecen ser reconocidas con igualdad de derechos y oportunidades, debemos aprender a identificarla —cuestionarla y evitar replicarla— para cambiar el discurso por uno más empático e inclusivo. Como subraya Heber Leiva, entrevistado también, lo que muchas personas LGBTIQ+ desean es que no se anteponga su diferencia, sino que se les acepte en toda su diversidad y que no haya miedo a identificarse y a hablar de esto.
Las historias que presentamos contribuyen a visibilizar este tipo de violencias para un mejor entendimiento de las dinámicas que las sostienen. Pero también representan un acto de valentía para las personas que se atrevieron a contarlas. Esperamos que, como equipo de investigación, podamos transformar sus voces en una conversación pública transformadora.
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