Hace poco descubrí un hecho por demás trivial. Que en otro contexto no tendría el mínimo significado. Sin embargo, involucra a mi némesis y eso lo reviste de toda la importancia que la propia vanidad le puede conferir.
No me referiré al hecho, es harto privado y, más aún, de tan poca consecuencia para lo que quiero decir que su sola mención distraería del punto central.
El punto de todo esto es mi némesis, quien también ha de permanecer anónimo. Estoy seguro de que él nunca se ha visto como mi némesis y lo más probable es que no me dedica ni la décima parte del tiempo que yo le he deparado a él a lo largo de mi adolescencia y los subsiguientes años en los que me he aferrado a la post y post-post adolescencia.
No es odio, ni mucho menos. Es una especie de miedo instintivo, pero que tampoco es miedo. Es más como una vergüenza. ¡Eso!, quizá una vergüenza.
Durante años representó para mí todo lo que yo no era. No es que quisiera convertirme en él. Pero durante años, sobre todo durante la adolescencia él fue el ícono de lo que yo no era, de lo que no iba poder llegar a ser. Fue la justa medida de quién yo no era. Mi antítesis, si se quiere.
En esos años nebulosos de la adolescencia en los que un estéreo de carro puede significar toda la diferencia entre pertenecer o no pertenecer a un grupo, mi némesis estaba en la cúspide de la pirámide social de su entorno. No usábamos la palabra entonces, o quizá sí pero no con tanto frenesí como los adolescentes de ahora, pero me atrevería a decir que mi némesis era todo lo contrario a lo que considerábamos un loser.
No es que yo lo fuera. No es que yo dejara de serlo. Estaba demasiado ocupado resolviendo mis conflictos de identidad, tratando de encontrar quién era yo en el mundo (qué esfuerzo más inútil, ¿no?), tan azorado por mantenerme a flote y salir adelante en medio de los problemas propios de la edad y los añadidos por la situación familiar que no me pregunté nunca si yo era o no era un loser. Si la comparación se me admite, preocuparme de eso hubiera sido como si alguien a quien lo ataca una jauría de lobos de pronto saca un espejo para ver si está despeinado.
Ahora que lo veo, supongo que sí. Que la descripción me hubiera quedado bien. No tuve novia hasta ya bien pasada la adolescencia, nunca supe vestirme para impresionar y siempre me costó mucho relacionarme con la mayoría de gente en un plano más allá de la superficialidad. Quizá fue movido por esa vergüenza, por ese sentimiento de lo que los gringos llaman inadequacy, esa insuficiencia, esa condición de no-ser-el-adecuado, de no pertenecer. Esa sensación que sin proponérselo, supongo que sin proponérselo, me hacía sentir mi némesis.
Fue una época de pantalones harto feos e inasequiblemente caros para una familia como la mía. Una época en que el acid-wash era el furor de los jóvenes y un mi primo juraba tener el secreto para hacer acid-wash en su casa con una brocha de afeitar y un populino de “Magia Blanca”.
Fue una época en que los radios de carro comenzaron a acompañar al conductor del vehículo porque en las grandes ciudades comenzaron a romper los cristales de los carros para hacerse con los radiocassetes y Guatemala ya comenzaba a ser una gran ciudad. Fue durante ese par de años en que los radios salían como una maletita y era una enorme señal de estatus poner el radio sobre la mesa en bares, cevicherías y casas de putas. Ahora supongo que más que el radio lo que se lleva es la pistola.
Lo recuerdo perfectamente porque yo tenía el radio más barato que pude encontrar. Un AIWA con un ecualizador de tres bandas que se iluminaba verde y chocaba con el tablero ámbar de mi carro. Ese era el tamaño de mis problemas entonces.
Y, claro, el último grito de la moda en esa época era sacar el radio del carro. Mi radio era de esos que no salen, que los que los instaladores de radios ofrecen soldar al chasis: “así tienen que hacer mierda todo el tablero si quieren llevárselo”. Nunca entendí por qué además de que le roben el radio, uno va a desear que los ladrones destruyan el tablero.
Puesto a encajar por cualquier medio posible, conseguí un artilugio que con la oportuna intervención de un electricista convirtió mi radio de mierda en un pull-out. Era un pull-out de impostura.
Y mi radio salía medio palmo del tablero, como ensartado a la fuerza. Como un doloroso recordatorio de que en el mundo de los radios, era un radio con vergüenza, con ese sentimiento de lo que los gringos llaman inadequacy, esa insuficienca, esa condición de no-ser-el-adecuado, de no pertenecer.
Y, recordando estas idioteces, hoy caí en la cuenta que en esa época no éramos tan diferentes con un mesero del bar que teníamos en esa época. Él me juraba que si él y un su amigo que tenía un picopito Dátsun (un pequeño pick-up, para los no guatemaltecos) y dos cascos con esas calcomanías de calaveras y banderas a cuadros, llegaban un día a mi colegio “de burguesitos“, todo el mundo les envidiaría y más de alguna chava no dudaría en acompañarlos a donde fuera que se dedicaban a fumar marijuana.
Lo recuerdo siempre bien tostado, con unos pantalones tres dedos encima del tobillo, calcetines blancos y unas mocasinas que durante los meses de invierno estaban siempre absolutamente mojadas. Era una especie de Michael Jackson pobre y tropical.
No usó la palabra “cool” para referirse a sí mismo y el carro y los cascos, probablemente dijo algo como “chilero” o “tuánis”, pero “cool” hubiera sido la palabra adecuada en ese momento.
Y yo, con mi radio burgués de impostura, nunca (hasta ahora) reparé en que ambos buscábamos lo mismo. Y creo que todos al final de cuentas buscan lo mismo. Porque al final de cuentas queremos pertenecer, estar dentro y tener algo en común. Quizá yo era su némesis. Al final se ahorcó el cerote y ya no podré preguntarle, pero eso es otra historia.
Dos décadas después puedo verme a mí y a mi némesis como congelados en el tiempo. Congelados en los distintos tiempos en los cuales he reparado en él desde entonces. Puedo vernos como quien ve un caso de estudio, digo, puedo ver a los dos adolescentes y entender las situaciones al menos desde mi punto de vista.
Puedo entender cómo nuestras vidas han tomado destinos distintos y cómo a lo largo de los años he encontrado satisfacción en quien soy. No sé si él haya encontrado lo mismo, espero que sí.
Ahora, visto en la distancia que dan un varias semanas, puedo ver cómo el incidente referido líneas atrás me dio la oportunidad de enfocar a mi némesis, de medirlo contra otra persona, contra una tercera persona que va conociendo a su vez mi justa medida. Es un juez parcial pero independiente y a través de esa persona he podido encontrar mi justa medida frente a mi némesis.
Me hizo ver la justa medida de quien no soy y por eso estoy harto agradecido.
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