La Necropólis es la ciudad imaginada en la capital provida de Iberoamérica, país de la eterna primavera, de la eterna exposición a la muerte. En cierto sentido nos hemos acostumbrado a que la muerte deambule entre nosotros. Nos hemos acostumbrado no solo a su presencia encarnada en tantos que viven en el límite de la miseria, sino a que venga antes de tiempo. Antes de tiempo porque podría haberse evitado, postergado y, sin embargo –aquí el problema–, se adelanta y adelantará porque el Estado deja morir a su población de a poquitos, mientras afirma «proteger la vida desde su concepción hasta la muerte natural».
La capital provida nos coloca cerca de la muerte, no solo por la inexistencia de políticas públicas que marginan a grupos de personas, sino por la desesperación que esa ausencia genera. Una ausencia que quita vida sin necesidad de matar, al menos de manera directa. La huella de un Estado ausente está en la desnutrición crónica de niños y niñas o en la violencia cotidiana que parte de la precariedad. Mientras tanto, nuestros fantasmas-representantes, que no se representan ni a ellos mismos, elaboran discursos teológicos de valores, de una teología de la depredación, pero también de represión y castigo para «proteger la vida». Una vida que ni es vida porque debajo de todo ese bla, bla, bla, el país está cubierto de monumentos fúnebres, vidas abortadas o por abortarse, vidas no vividas. Estamos expuestos a la presencia de la no-vida.
La ciudad utópica de Omelas, que Ursula K. Le Guin describe en Los que se alejan de Omelas, –sin leyes ni crimen, con gente sabia y feliz– está construida sobre la miseria de un niño. Hay ciudadanos de Omelas que lo saben, lo entienden y callan; otros que prefieren irse, abandonar la utopía.
Guatemala, pequeño oasis de unos pocos, está construida sobre la miseria de tantos, como la fuga del migrante que cruza el desierto, el niño que no encuentra opciones, la no-muerte del pobre que no pasó siquiera por vida. Y pareciera que, como sucede en Omelas, unos creen que esos excesos son inevitables y justificables.
¿Cómo es posible que en la capital provida –que dice sí «a la paz y la vida»– la muerte esté presente y se acepte como un medio necesario? Es posible solo si la guerra continúa. Parece un hecho que el Estado se organiza –y se organiza bien– para dejar morir a unos y hacer vivir a otros. No provee de bienes públicos a ciertos grupos –vidas humanas previamente despreciadas–, cuyas condiciones de miseria los arrinconan cerca de la muerte. Y solo cuando cometen una falta, el Estado se presenta con un arsenal de recursos desmedido, como el arsenal que mostró para proteger a una minera rusa, al gran capital y dar la muerte. En corto, hay recursos, hay organización, pero no para el bienestar de todos.
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Parece un hecho que no todas las vidas importan. El Estado contrainsurgente utilizó la categoría de «enemigo interno» durante el conflicto armado para proteger la vida de unos a condición de dar muerte a otros. Y como lo viejo no termina de morir cuando lo nuevo aparece, ni el Estado contrainsurgente desapareció del todo con la democratización, ni tampoco desaparecieron las relaciones asimétricas con las comunidades racializadas.
La guerra continúa –bajo otra apariencia, otras tácticas y estrategias– contra poblaciones marginalizadas, consideradas como personas menos dignas, ciudadanos de segunda clase, desprovistas de condiciones mínimas para una vida plena.
La política como continuidad de la guerra por otros medios como dijo Foucault: «el papel del poder político sería reinscribir perpetuamente esa relación de fuerza, por medio de una especie de guerra silenciosa, y reinscribirla en las instituciones, en las desigualdades económicas». Y en cierto sentido nuestras relaciones sociales siguen atravesadas por desprecios raciales y de clase, tanto estructurales como cotidianos, como señala Marlon Urizar. Y son esas poblaciones marginalizadas –desvalorizadas y deshumanizadas– quienes están especialmente expuestas al rostro de la muerte, ya sea del hambre o del desierto, pero también (ex)puestas sobre el camino de dar muerte, abandonadas por un fantasma-Estado que, cuando conviene, sabe presentarse con porrazo en mano, obviando su corresponsabilidad.
La ironía es que un Estado que (ex)pone a la muerte a sus ciudadanos meta sus sucias manos moralinas en nuestras conciencias, nos venda la protección de una vida como parte de su proyecto-país de muerte. A ellos no les interesa la vida sino los dispositivos de poder que se generan para seguir acumulando poder a mansalva.
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