Es una historia conocida, la de ser bautizado y crecer en familia católica. Internalizar, con cada padre nuestro y credo de los apóstoles, la creencia en ese Dios Padre Todopoderoso. Tenerle miedo, no solo temor. Celebrar, al igual que el resto, el sacramento de la confirmación, pero padecer el pecado como un mártir. Vivir su tensión mientras repito «por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa», hasta que llevas el arrepentimiento como hábito o segunda naturaleza, un disfraz que, debajo la disciplina religiosa, esconde odio en el amor. Poco a poco, sin embargo, la duda empieza a ganar terreno. Conoces ateos felices, bondadosos y éticos, a veces más nobles que otros creyentes, entonces Dios deja de ser necesario y se convierte en una opción más con minúscula en un mundo secular en donde los miedos de siempre reaparecen con nuevos dioses y demonios. Lamentablemente este camino suele terminar con arrogancia del ateo, la superioridad del descreído.
[frasepzp1]
Otra historia, menos conocida, es la del regreso. Después de deambular en un mundo de posibilidades sobreviene la sensación de desorientación entre tantas y tantas opciones. La actitud crítica y científica puede empobrecer un mundo conformado por misterios que lo habitan si se cree «moderna». Frente a los misterios, quizás solo quepa el silencio, como señala la célebre frase de Wittgenstein. Callado y desesperado, creer en algo más deja de ser irracional, supersticioso o mágico. Quizás lo siga siendo, pero también resulta necesario y no por ello menos cierto. Ahora quieres dar el salto de Kierkegaard y volver a un mundo donde los misterios no desaparecen ni tienen que ser resueltos. Es un mundo en el que no todo puede ser explicado, no todo puede ser entendido, y eso no significa que carezca de sentido. Entonces, sin darte cuenta, crees antes de saber que estás creyendo, rezas sin saber que estás rezando. Te sientes menos huérfano en la intemperie y quieres volver a la iglesia, pero una que no exija obediencia, ni tenga dogmas, una que ni siquiera te pida que creas, como me dijo mi amiga budista cuando me invitó a meditar a su templo. Una iglesia sin cimientos (sin la roca llamada Pedro), sin fundamento, ni principio: una iglesia para los perdidos y olvidados.
Chesterton escribió que hay dos formas de volver a casa, una es quedarse en ella y la otra es darle la vuelta al mundo entero para después volver. Me encanta. No obstante, exige algo, y quizás ese algo sea demasiado. No creo que volver sea posible, como lo fue para el hijo pródigo en la biblia. La parábola tiene un final feliz, al menos para el hijo que vuelve, porque alguien decide que ese sea el final. Pero qué pasaría si la historia siguiera, como imaginó Andrés Gide en su momento. Después del abrazo del padre que recibe al hijo perdonado y de rodillas, como lo pintó Rembrandt, el hijo se daría cuenta de que, tarde o temprano, volvería a irse. Sobre todo después de resignarse a ser desdichado y a soportar a su hermano mayor, el virtuoso pero resentido que no se alegró de verlo volver.
Carrére escribe en El reino que la parábola del hijo pródigo mantiene una ambigüedad fundamental, la que permite que sea una historia del perdón, la del padre amoroso que perdona al hijo y lo recibe con los brazos abiertos, pero también de la injusticia, como la que sintió el hermano mayor al verlo regresar. Otra injusticia es la ilusión del regreso que la parábola sostiene, porque cuando uno vuelve a los lugares en donde se fue feliz pierden el encanto que alguna vez tuvieron, aunque solo sea en la memoria. Y alguna vez fui feliz en esa iglesia a la que intenté volver porque sentía que ahí se encontraba el misterio. Sin embargo, pese a ansiar ese reencuentro, esa iglesia no es la mía, sino la casa de muchos hermanos virtuosos llenos de resentimiento, más interesados en los dogmas y principios que en el perdón y en el desamparo del otro.
Unamuno escribe en Mi religión que la casa debe ser derrumbada. Lo releo y pienso que esa búsqueda podría ser dios, ese misterio de la iglesia de la que nada sé, pero en donde a veces rezo sin saber muy bien cómo hacerlo. Habrá que aprender a construir otra, como hizo el genio Wittgenstein, quien guardó silencio creyendo haber resuelto todos los problemas filosóficos, consciente de que, sobre lo importante, no había dicho nada.
Más de este autor