Parece un siglo desde que vimos boquiabiertos a un grupo de personas irrumpir el Capitolio. La insurrección del 6 de enero del 2021 nos dejó imágenes de violencia e inmortalizó trajes estrafalarios que dotaban de mayor irrealidad la escena, con la guinda del más vistoso, el Chamán de QAnon, cubriendo todas las portadas. Parecía una película, posiblemente buena, pero como no lo era, además de las imágenes, nos dejó también un mal sabor de boca, un miedo hecho realidad con la victoria de Trump.
[frasepzp1]
Muchos llevaban símbolos cristianos, cruces, biblias y, una vez dentro, rezaron siguiendo el guion. Cinco personas murieron, la violencia política inflamada por una mentira terminó con personas condenadas y encarceladas, después perdonadas (incluso algunos miembros de los Proud Boys, una organización considerada terrorista por países como Canadá), y, ahora, consideradas héroes. La violencia extremista va en aumento. Pero algo más estaba sucediendo, más difícil de notar entre los disfraces y el ruido, que muestra un cambio en la relación entre la religión y la política en los Estados Unidos.
Según Vox, la generación Z vuelve a la religión, muchos a una religión institucionalizada y formal que responde a una sensación de vacío o desorientación existencial. Me interesó porque también estoy en ese viaje de regreso, un regreso que no es exclusivamente estadounidense, pero resulta curioso porque, por primera vez en décadas, la secularización gringa –considerada como la excepción de la tesis clásica– se detenía y las nuevas generaciones se convertían. El «resurgimiento», sin embargo, arroja otros datos interesantes e inéditos, porque se trata de uno masculino y mucho más tradicional, según Ryan Burge.
Un estudio de Campbell y compañía (2024) sobre el votante secular confirma que la secularización ganaba terreno a lo largo y ancho del país. Sin embargo, al contrario de lo que se piensa, no era un aumento de antireligiosos, ni ateos ni agnósticos. La secularización incluye a muchísimas personas creyentes cuya fe se hace compatible con principios seculares, como la libertad y tolerancia.
La aparente tensión entre el resurgimiento religioso a la vez que el proceso de secularización se entiende si se lee en clave política. El aumento de evangélicos está vinculado a una reacción política de la derecha, cuya respuesta es que moderados y liberales, entre ellos algunos creyentes, adopten más posturas seculares.
La relación entre la derecha conservadora y grupos religiosos no es gratuita ni reciente, sino que también surgió como respuesta a los movimientos sociales de los sesenta y setenta. Más adelante, jugaron un rol importante en la elección de Reagan en los ochenta y terminaron por vincularse con el partido republicano. Ese vínculo continúa hoy y culmina con el fenómeno de lo que conocemos como Nacionalismo cristiano, cuyo peor rostro está entre los insurrectos del Capitolio y los fanáticos de Donald Trump.
No todos son así. Hay pastores que desmienten la narrativa y aseguran que no hay ningún ataque al cristianismo. Otros pastores son activistas progresistas y se oponen al nacionalismo cristiano. Whitehead y Perry (2020) definen el movimiento como una ideología política que mezcla la vida civil con una idea de cristianismo muy particular. Creen que Estados Unidos es una nación cristiana y el cristianismo merece un lugar privilegiado. Según los datos del PRRI, el 10 % de la población se adhiere y el 20 % son simpatizantes. Está vinculado al Partido Republicano y a figuras como Trump, y son más favorables a la violencia política.
Es posible separar dos grupos entre el movimiento, uno más radical y otro más tradicional. Li & Froese (2023) describen a los «tradicionalistas» como quienes abogan por la defensa del cristianismo como cultura nacional, mientras los «radicales» pretenden defender una idea de gobierno teocrática encapsulada con una idea de identidad nacional supremacista y blanca. Ambos ven el liberalismo, el multiculturalismo y el secularismo como enemigos por vencer, pero sus métodos son distintos, el segundo, claramente estatista, racista y violento. Ambas son categorías analíticas distintas que, sin embargo, se pueden superponer en la realidad.
Lo importante es que tiene consecuencias directas con actitudes y preferencias políticas, pues moldea la percepción sobre asuntos fundamentales como la migración, programas de ayudas sociales, la identidad nacional, la violencia. La tendencia es que los radicales aumenten en número, como también está pasando en otros países. Italia y Hungría podrían ser dos ejemplos que destacan por ser europeos, pero Latinoamérica no es la excepción.
Más de este autor