Hace tiempo noté que era posible predecir lo que diría la columna semanal de Ramón Parellada porque, indistintamente del problema, su solución sería: libre mercado, menos regulación, reducción de barreras. No era el único, pero quizás el mejor representante de los «fundamentalistas del mercado» que, lamentablemente, ignoran que el «libre mercado» —entendido como un conjunto de instituciones que asignan recursos de manera eficiente— no existe en la nada, sino que son creados, desde sus inicios, por el Estado (lean Deuda de David Graeber).
Rodrik, en La paradoja de la globalización, dedica un espacio significativo a estos fundamentalistas para desacreditarlos, recuerda que ambas instituciones son complementarias, ya que los mercados requieren de derechos de propiedad, contratos, pero también de bienes públicos, como una justicia independiente. El objetivo no es únicamente la eficiencia, sino la legitimidad que se logra al proteger a las personas de ciertas fallas, como las asimetrías o externalidades.
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Además, el Estado juega un rol importante para el desarrollo. Mazzucato desarrolla varios ejemplos, pero es un hecho histórico que los años dorados del capitalismo, donde se obtuvo crecimiento económico y reducción de la desigualdad, fueron producto de la cooperación entre ambos sistemas. La expansión del estado de bienestar, financiado por impuestos progresivos y otras medidas distributivas, no disminuyeron el crecimiento económico (lean Capital e ideología de Piketty). Keynesianismo, que también plasmó un orden internacional, con el acuerdo Bretton Woods, cuya gobernanza hoy conocemos como multilateralismo.
Nadie ignora las «fallas del Estado» en donde las intervenciones gubernamentales pueden empeorar resultados. Robert Bates, en Market and States in Tropical Africa, lo muestra cuando las políticas públicas están más interesadas en obtener rentas políticas que desarrollo. Las razones las profundizan los especialistas de la teoría de Public Choice, y en la historia guatemalteca abundan ejemplos de políticas que generan dinámicas clientelares. Sin embargo, para evitar esta perversión parasitaria, como la del Estado guatemalteco capturado por intereses privados, deberíamos, parafraseando a Rodrik, pensar en un mejor diseño en lugar de permanecer para siempre rezagados.
El milagro asiático del siglo pasado muestra que de manera espontánea no se sube la escalera del desarrollo, ni liberalizando más el mercado ni echándole ganas a los emprendimientos. No se sostiene del todo el relato que cuenta Sebastian Edwards en Crisis y reforma en Latinoamérica, sobre todo cuando Amsden muestra en The rise of the rest cómo es que la intervención estatal logró generar las condiciones para que esos países desarrollaran capacidades y conocimientos productivos, a través de una combinación de medidas de protección, subsidios y mecanismos de disciplina. Los casos paradigmáticos son Japón, Taiwán y Corea del Sur, pero también, en menor medida, ciertos países latinoamericanos, como Brasil y México.
Los fundamentalistas del mercado no entienden que las transferencias tecnológicas no ocurren por generación espontánea ni abriendo mercados. Las empresas pueden carecer de incentivos para invertir en generarlas porque son costosas y toman tiempo, por lo que es mucho más sencillo ser competitivo a través de bajos salarios, especializándose en materias primas. Incluso para la inversión extranjera, que no es la panacea ni necesariamente es un catalizador para desarrollar industria si no contribuye a la adquisición de conocimiento y capacidades tecnológicas. Si no hay incentivos, entonces hay que crearlos, como lo hizo Taiwán, que pasó de ser una economía agraria a producir el 90 % de chips avanzados en unas décadas.
Una de las diferencias entre los casos latinoamericanos y asiáticos radica en que unos se integraron al mercado global como compradores y otros, de manera más progresiva y estratégica, como productores. Taiwán, Japón, Corea son productores porque protegieron sus mercados internos mientras desarrollaban sus industrias de alto valor agregado, sobre todo al desarrollar capital humano. Eligieron y subsidiaron «ganadores» con la condición de que exportaran y compitieran a nivel internacional, por lo que tenían que aprender a ser los mejores. En cambio, los latinos, pese a sus iniciales medidas de protección, terminaron integrándose al mercado global como compradores, ajustándose a las recomendaciones del modelo neoliberal, atrayendo inversión extranjera a mercados existentes, sin preocuparse por desarrollar capacidades internas.
El fundamentalismo de mercado es un escollo al progreso por su narrativa simplista, pero también porque, sin querer o queriendo, su Estado pequeño y débil queda a merced de intereses, como siempre, privados.
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