Queremos alguien que tenga cara de bueno, o una monja. Las monjas suelen ser blancos fáciles porque además de ser abundantes en los vuelos de Iberia, no pueden negarse a nuestra petición. Bueno, alguna se ha negado.
Estamos, mi hermana y yo, parados a unos metros de la cola de Iberia. La exacta cantidad de metros que se conoce como una distancia prudencial y sabemos que tenemos pocas oportunidades de lograr nuestro cometido, quizá dos. A lo sumo tres.
Es todo cuestión de acercarnos con cara de buenos muchachos y pedir de la forma más amable posible -pero con suficiente autoridad para que la gente crea que nuestra urgencia nos da el derecho de medio exigir el favor- que lleven una carta a través del océano y la depositen en el primer buzón que encuentren en Madrid.
Habremos tenido 13 y 15 años. Era un mundo más grande, más desconocido. Un mundo sin 9/11, terroristas con turbante o cartas con antrax. Hoy para entrar a La Aurora hay que llevar boleto y pasaporte o, en su defecto, ser canche. Hoy, no nos hubieran dejado pasar de la amontonazón de gente que se hace en la entrada. Pero estamos hablando de 1987, ¿1988? y, como dije, era otro mundo en el que vivíamos.
No era la primera vez que hacíamos la rutinita para ir a pedir que llevaran una carta para mi papá y la echaran en un buzón. Ya pare entonces habíamos aprendido a no llevar las chumpas con parches de Metallica y pantalones rotos. Los teníamos mediditos a los pasajeros.
Después, no sé. Recuerdo que después de unas veces más, dejamos de hacerlo. Supongo que los de Iberia descubrieron que estábamos molestando a sus pasajeros o que la relación con mi papá se fue enfriando o que se nos acabaron los sellos postales de España, esos con la cara del rey en distintos colores apastelados. Era una época donde hasta los sellos eran arcaicos, al menos en España.
Ahora, en ese breve momento que hay entre perder el equilibrio sobre los patines y caer de culo en la pista de hielo, no sé por qué me viene a la mente mi hermana pidiendo favor que llevaran la carta. Debe ser que antes de azotar el hielo la vi riéndose de mi ridícula caída.
Puede ser que a lo largo de este viaje a Indiana para ver a mi mamá, los he visto compartiendo esa complicidad que solo hay entre hermanos y llega en los breves momentos de tregua que hay en medio de la lucha constante.
Las semanas con ellos pasaron volando y ahora, desde que se fueron el viernes, he ido logrando recuperar la casa. Y, poco a poco, a medida que la paz de estar unos días sin los chicos reventándome los tímpanos con los videojuegos a toda hora se va convirtiendo en ese silencio constante, me doy cuenta de cuánto los echo de menos.
Y ahora comienza otro de esos ciclos de espera a los que sigo sin acostumbrarme. Otro de esos entretiempos donde no queda sino aguardar a que llegue la Semana Santa para poder reencontrarnos.
Mientras tanto, el trabajo que cada día parece ir encarrilándose mejor y la rutina de la vida en El Paso.
Mientras tanto, lidiar con las llamadas de mi papá que cada cierto número de meses toma el teléfono para hacer amenazas veladas. De esas que comienzan con “me voy a ir para siempre, no sé a dónde pero me voy muy lejos”…
No es primera vez que lo hace, seguro no será la última. Conforme va uno curtiéndose en el arte de lidiar con estas personas, se aprende que lo mejor es no entrar en la discusión.
Solo que en esta ocasión me agarró cruzando el puente, minutos después de haber dejado a los chicos en el aeropuerto en Juárez. A veces las cosas se juntan todas de un solo.
Y mientras plancho mis camisas para la semana y hago planes para los próximos días, me entero que se acerca una tormenta de nieve. Hay nieve en las montañas, pero acá, en la altipanicie paseña apenas cae una lluvia helada que se mete entre la ropa, los zapatos, el cuerpo y el ánimo. A veces, las cosas se juntan de golpe.
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