Aunque la ley dice que la SBS responde a la Presidencia, para nadie es un secreto que esta dependencia ha sido tradicionalmente territorio de la primera dama. Así fue desde su nacimiento «en 1945, cuando un grupo de señoras voluntarias, a iniciativa de doña Elisa Martínez de Arévalo, resolvió fundar una sociedad de carácter privado que se ocupara de amparar a los niños de escasos recursos» (manual de funciones de la SBS).
Desde el origen se dio por sentado que la atención a los niños era cosa de mujeres y, por tanto, labor de la primera dama. Este pecado original ha parido una marimba de errores y malas prácticas que se vienen acumulando desde entonces, comenzando por la selección del secretario, en la cual prevalecen argumentos de amistad o políticos, y no de capacidad y profesionalismo.
La atención de estos hogares es la casita de muñecas que mantiene a la primera dama ocupada y sintiéndose útil. Allí ella cambia de nombre a los hogares, escoge otra virgen y cambia palabritas para quitar la marca de la prima donna anterior. También remplazará a los encargados de estos albergues sin ningún criterio de calidad o de idoneidad. Como resultado, los hogares terminan administrados por personal incompetente, que no sabe cómo lidiar con problemas psicológicos, con traumas o con comportamientos atípicos de los chicos. O, peor aún, con violadores y matones que abusan de ellos.
Incluso las primeras damas con la mejor intención no son capaces de llevar con idoneidad esta labor, ya que no tienen la expertise que se requiere. Para agravar la situación, la Ley de Protección no se cumple y los jueces optan por la salida fácil de enviar a estos hogares a cuanto menor les llegue a los juzgados, en vez de procurarles una solución familiar o comunitaria (como lo establece la ley). Así llegamos a hogares inseguros sobrepoblados, con niños de diferentes problemáticas y edades (unos víctimas y otros en conflicto con la ley) mezclados y sin una atención profesional y humana mínima.
De acuerdo con el Unicef, los niños institucionalizados están cuatro veces más expuestos a la violencia sexual que los que gozan de alternativas de protección basadas en el cuidado familiar. Pero seguimos institucionalizando a los chicos porque asumimos esta labor como caridad, y no como política pública.
Falta añadir que Guatemala es uno de los Estados de la región que menos invierte en niños y adolescentes. «Ya éramos muchos y parió la abuela», dice el refrán. La falta de recursos no permite dar un servicio de calidad. Pero además la falta de control del gasto y la mala administración son caldo de cultivo para la corrupción. Así paramos reportando como alimento una inmundicia llena de gusanos.
A estas alturas, y con 40 almas inocentes sobre nuestras espaldas, es hora de que entendamos que los niños y adolescentes vulnerados y desprotegidos no son un asunto de las primeras damas, ya que no es cuestión de caridad, sino un tema de política pública.
Tanto nos hemos acostumbrado a hacer las cosas mal que ya ni nos cuestionamos lo más básico. Los niños no son cosa de juego. Y los niños desprotegidos, menos. Los niños son el futuro. Y con el futuro no se juega.
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