Hace un par de días, alguien comentaba en una red social que, si se mantienen las medidas de confinamiento, no nos matará la covid-19, sino que lo hará el hambre. Y tengo la impresión de que cada día hay más personas que se identifican con esa afirmación, que puede ser metafórica, pero que se expresa en plural. Las razones parecen evidentes, pues la crisis económica ha paralizado buena parte de las actividades económicas en Guatemala y en Estados Unidos, de donde provienen las remesas que sostienen a millones de personas.
Sin embargo, discrepo de la afirmación que cité arriba. Para comenzar, afirmar en plural que nos matará el hambre oculta dos cosas. En primer lugar, quienes vivimos con privilegios no vamos a morir de hambre. El hambre ya está matando a miles de personas desde hace décadas. En segundo lugar, la covid-19 tampoco nos amenaza de igual forma si se levantan las medidas de restricción.
De nuevo la diferencia la hacen los privilegios para quienes no tenemos que usar el transporte público y tenemos una base material para acceder a información confiable, medios de protección básicos como mascarillas aceptablemente funcionales, agua, jabón y ausencia de hacinamiento. A esto agreguemos que quienes vivimos con privilegios tenemos acceso a servicios de salud, posibilidad de hacer deportes y, en la mayoría de los casos, acceso a una alimentación que reduce nuestras probabilidades de sufrir padecimientos crónicos que son factores de riesgo ante la pandemia. Incluso, si padecemos de diabetes o hipertensión, el acceso a medicamentos hace una diferencia importante respecto a los miles de personas hipertensas o diabéticas que ni siquiera se han enterado de que lo son porque son pobres y no tienen acceso a servicios médicos.
En Guatemala es temprano para diferenciar la letalidad por clase social o por segmentos específicos, pero en el Reino Unido mueren cuatro veces más las personas afrodescendientes que las blancas. Algo similar se ha documentado ya en el estado de Nueva York, donde han escapado las personas más ricas y donde hispanos y afrodescendientes mueren en proporciones mucho mayores que las capas medias blancas.
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Si queremos hacer más complejo el asunto, los ejes de diferencia acentúan las vulnerabilidades de las mujeres, los grupos LGBTIQ+ y, por supuesto, las personas de la tercera o cuarta edad, que de por sí ya viven violencias retratadas en la exclusión laboral.
La metáfora más adecuada que he escuchado de esta crisis es que, en efecto, la tormenta es global, pero navegamos en embarcaciones desiguales. Y algunas personas prácticamente han caído al agua mientras otras hacen vaticinios hablando en plural, pero desde posiciones seguras.
No nos equivoquemos. Las clases sociales siguen allí. Los ejes de diferencia por género, orientación sexual o edad siguen vigentes. Y el racismo está tan fuerte como siempre, especialmente en países como Guatemala. Por tanto, si alguien dice que debemos reabrir la economía para salvarnos del desastre económico, puede que esa persona sea trabajadora y esté desesperada, pero también puede que sea alguien con privilegios que sencillamente correrá menos riesgo.
¿De qué sirve evocar las diferencias y desigualdades en plena crisis? Creo que al menos debemos diferenciar las voces legítimas de quienes pretenden hablar en plural y nunca se han preocupado por el hambre, mucho menos por contribuir fiscalmente a un Estado funcional.
Esperemos que las medidas tomadas por el Estado sigan funcionando. Porque se han hecho cosas buenas. Podemos criticar las decisiones del Ejecutivo, pero creo que el balance todavía es positivo. Sin embargo, con el avance de los contagios comunitarios puede que se desnuden las precariedades de un sistema de salud disfuncional que tenemos que agradecerles a algunas personas que se atreven a hablar en plural, pero que solo velan por sus intereses.
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