De ese cataclismo nadie salió igual, y sus secuelas aún dan forma al mundo, comenzando por la amenaza de guerras nucleares, que pueden extinguir nuestro planeta. No es poco. La generación siguiente inició la revolución cultural de los 60, y ninguno de nosotros es ajeno a su influencia. Hasta las aplicaciones de meditación pueden agradecer esa mezcla de filosofías, y el hecho de que hablemos de zen y de otras prácticas tiene, en gran parte, que ver con esa apertura de los jipis.
Si la historia verdaderamente se desplaza en un péndulo con picos cada 40 años, como propone Roy H. Williams, nosotros estamos caminando sobre los pasos de nuestro equivalente a otra guerra mundial. Y, si no nos hemos dado cuenta, es bueno que lo sepamos. La propagación de desinformación por parte de medios que no son los tradicionales, como Facebook y grupos de WhatsApp, la posibilidad de hacer falsos profundos (deep fakes) con tecnología gratuita al alcance de cualquiera y el enfoque sistemático de la información personalizada a través de nuestros aparatos configuran una especie de guerra. Si no queremos esta palabra que denota violencia física, hablemos de crisis, pero no deja de ser un cisma entre las cosas como las hacíamos hace cinco años y el resto de nuestras vidas.
Nosotros, los que vivimos con un pie en el pasado analógico y el otro en el futuro digital, podemos, mejor que ninguno, darnos cuenta de cómo nuestra cultura no está evolucionando a la par de los avances tecnológicos, lo cual nos deja con vacíos emocionales que aún no sabemos llenar. Aún más peligroso: la extremada personalización del contenido que consumimos, en cualquier plataforma con algoritmos que pueden recomendar nuevas cosas basadas en vistas pasadas, hace que ya ni siquiera tengamos una idea común de la realidad.
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Para entender mejor esto último, pongamos de ejemplo las noticias. Antes se miraban noticias por televisión (a lo mejor en dos transmisiones), se suscribía a uno o varios periódicos, se leían revistas. Todos mirábamos, leíamos o escuchábamos lo mismo. Recibíamos la misma información y ya la analizábamos según nuestros puntos de vista. Pero ahora yo puedo enterarme de un hecho ocurrido en alguna parte del mundo, mi vecino de otro y alguien más de otro, con sesgos completamente distintos a la hora de presentarlos y, lo que es aún más preocupante, sin garantías de que sean verdaderos. Porque basta con ver un par de videos conspiranoicos en YouTube para caerse dentro de un túnel de teorías sin fin que terminan con hombres verdes reptilianos. No es difícil: la cadena de especialización de información es insidiosa y va de una mamá primeriza tratando de encontrar recetas de comida hecha en casa para su nuevo bebé a grupos de personas en contra de las vacunas porque estas causan enfermedades. La espiral descendiente es infinita, así como la imaginación del ser humano.
Nuestra capacidad de análisis, lamentablemente, se ve cada vez más mermada. Basta con escuchar una discusión entre personas aparentemente racionales para ver cómo están de polarizados los campos ideológicos en cualquier materia. Y, para sumarle a este cambio cultural, tenemos la famosa pandemia. Pareciera que la humanidad no hubiera sobrevivido a la peste, a la viruela, a la gripe española, al ébola, al cólera, y sigamos con la lista de bichos que nos matan. No es la primera vez que un virus se propaga como fuego sobre pasto seco. Sí es la primera vez que el mundo entero se pone de acuerdo para entrar en pánico y cambiar radicalmente de forma de vida. Ahora vale la pena cuestionarse si sirvió de algo el encierro, si estamos mejor y si vamos a seguir así.
La crisis que estamos pasando equivale a nuestra gran guerra, pues dejará secuelas permanentes y radicales en nuestra cultura. Tal vez nos sirva tener acceso a propagar información y logremos que la mayoría salgamos bien de esta. La historia cuenta otra cosa, pero tal vez aún conservo algo de fe.
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