Así, podemos ver que la Cicig surgió como una entidad pensada desde los grupos de la sociedad civil guatemalteca que han trabajado por la justicia. Y fueron ellos quienes ayudaron a redactar el mandato basándose en los problemas característicos de este país, que exigía —exige— un antibiótico externo para sanar la infección que hierve desde el desastroso conflicto armado.
Esta forma de haberse iniciado, mediante la cual el Congreso de Guatemala solicitó a las Naciones Unidas un ente para combatir la impunidad estructural que el mismo Estado propiciaba, deja muy claro que la soberanía del país ha sido mancillada principalmente por nosotros los guatemaltecos, que permitimos que las mafias se infiltraran en todas las instituciones para que se construyera un entramado de corrupción como el único objetivo del Estado. Ahora lo vemos bien con personajes que llevan décadas inmersos en estas estructuras, como Otto Pérez Molina.
La Cicig tiene ya una década en su haber, que no es poca cosa. Y lo interesante del informe es que se ve la evolución, el asentamiento de las bases, afilando las armas para las batallas. Se crearon leyes como la del enriquecimiento ilícito, los juzgados de mayor riesgo y la facultad de intervenir las escuchas telefónicas, herramientas que ahora son esenciales para construir los casos.
La Cicig es una de esas situaciones raras que suceden frecuentemente en nuestro país, como el hecho de tener dos premios nobel, una cultura prehispánica invaluable con textos fundacionales como el Popol Wuj y, por el otro lado, un racismo incalculable.
Y hablo de esto porque la justicia que buscamos va más allá de las sentencias en las cortes. Es una justicia que debe derribar los muros históricos tras los cuales el Estado se ha configurado de tal forma que solamente sirve a una minoría, a una élite política y económica.
Lo sorprendente es que, con este tipo de condiciones de escasa institucionalidad, la sociedad civil, curada por el conflicto armado, les apostó a los procesos judiciales y al respeto a la legalidad antes que abrir la puerta para que la violencia regresara.
Yo creo en el derecho, por supuesto, pero siempre recuerdo una frase de Bob Dylan que dice: «But to live outside the law, you must be honest» (pero para vivir fuera de las reglas, uno debe ser honesto). Y lo traigo a colación hoy porque, así como yo, conozco a muchos amigos que al estudiar las leyes no sentíamos esperanza de que la ley tuviera algo que ver con la justicia, pues uno veía que las normas se utilizaban únicamente para proteger a esa misma estructura corrupta.
Pero todos estos casos de la Cicig, como muchos otros casos históricos, hacen que la ley brille. Que existan métodos racionales para enfrentar las injusticias que se cometen todos los días. Que la verdad al final de cuentas sí tiene el valor que uno siente cuando le dice a alguien que lo quiere y lo dice en serio.
Esa noción de veracidad es la que rescato. Es lo que creo que provocó que la gente, desde hace un año, saliera a manifestar como no lo hacía en tanto tiempo. Porque se supo, se dijo lo que todos sospechábamos, que el Gobierno robaba tantísimos millones. Era algo que en el fondo siempre supimos, que los periódicos decían y que uno notaba en la opulencia: en sus casas, en sus helicópteros, en las fiestas de sus hijos en las cuales invitaban a los bares enteros y en las cuales la gente los acompañaba mientras durara la chequera.
La sociedad dijo ahora es cuando y salió sábado a sábado, por más de 20 semanas, a apoyar las investigaciones. Y eso hizo: acompañar el proceso de depuración que había iniciado la comisión.
Y se inundaron las plazas. Esta vez las investigaciones nos dieron al pueblo la excusa, el timing perfecto, pero sobre todo la responsabilidad de recuperar los espacios. De sacar a los corruptos y de buscar la renovación de la clase política. Porque sabemos que no son solo Otto Pérez y sus secuaces quienes dirigen esto. Por eso debemos aprovechar los golpes a la estructura corrupta para limpiar las áreas que van quedando (y ese es el ejemplo de la SAT). Eso es lo que debemos hacer: unirnos y retomar las regiones infectadas, que son las causas de que un Estado no funcione para las mayorías que lo necesitan.
Por supuesto, nada de esto es sencillo. Porque, como vemos, estos aparatos ilegales tienen miles de formas casi invisibles, que brotan como cuando se sacude una alfombra llena de polvo. Pero no tienen algo que a nosotros nos mueve: el corazón.
Con las ganas que nos quedan estamos construyendo un colectivo, muchos colectivos, en muchas partes del país, para que, organizados, sean ese semillero de la nueva clase política de este país. Ya están en marcha las asambleas ciudadanas para conocernos, apoyar el Diálogo Nacional de justicia y ver que tenemos tantísimo en común, aunque las capas de prejuicios muchas veces nos limiten la vista.
Un mexicano que lucha por los 43 desaparecidos dijo hace una semana, en un foro estudiantil organizado aquí en la ciudad de Guatemala, que la oportunidad de cambiar las estructuras es ahora o nunca. La ciudadanía no piensa claudicar. Este país tiene todas las condiciones para salir del lumpen donde se halla, y ahora vamos a limpiar poco a poco esta enfermedad que ha gangrenado al cuerpo entero. Aquí están nuestros brazos para que, cuando llegue el día que la Cicig se vaya (que esperamos sea dentro de muchos años), una auténtica organización haya quedado, de la mano con una justicia verdadera, que esté construyendo una nación digna, una que busque el bienestar de las mayorías.
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