Matar extrajudicialmente ha sido práctica común en Guatemala. La denominada limpieza social ha tenido distintos momentos para atacar a supuestos delincuentes. Aparte, en los siglos XIX y XX, la ley fuga, las detenciones-desapariciones, las masacres y los ajusticiamientos sirvieron para ahogar diferencias políticas. Y en el presente los linchamientos, la misoginia y la homofobia son actos de mentes desequilibradas. Desde la perspectiva jurídica, los fusilamientos y la inyección legal han cerrado casos por violación y secuestro. Claro, no podemos olvidar los oscuros tribunales de fuero especial.
Con esos antecedentes, y con la continua inseguridad que respiramos, la pena de muerte es tema de conversación recurrente, y en tiempos de campaña electoral nunca faltan candidatos que ofrezcan aplicarla al nada más portar la banda presidencial. Tal situación se suscita mientras en el mundo crece la tendencia abolicionista, merced a la cual 108 Estados la han suprimido para todos los delitos, 7 en los de derecho común, y una treintena ha declarado una moratoria, en tanto que 55 avalan la eliminación física de quienes transgreden la ley.
Los fusilamientos y la inyección letal han sido un espectáculo mediático en nuestro país, hasta el punto de que entre 1990 y 2000 fueron transmitidos por televisión, irónicamente en vivo. Durante su gestión como mandatario, Alfonso Portillo retiró de la Carta Magna el apartado que le otorgaba al jefe del Organismo Ejecutivo la potestad de indultar a una persona condenada. Desde entonces, quienes están en favor o en contra de la pena capital debaten respecto del artículo 43 del Código Penal, cuyo texto reza: «La pena de muerte tiene carácter extraordinario y solo podrá aplicarse en los casos expresamente consignados en la ley, y no se ejecutará sino después de agotarse todos los recursos legales».
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En estos días se habla de pena de muerte debido a crímenes perpetrados contra mujeres, niñas y adultas. Y a la demanda general de justicia se han sumado voces, como la del presidente Alejandro Giammattei, que promueven el ojo por ojo. Sin embargo, es preciso señalar que, en octubre de 2017, la Corte de Constitucionalidad (CC) descartó el citado artículo 43. Adicionalmente, es importante destacar que, desde 1969, Guatemala es de los signatarios del Pacto de San José, o Convención Americana sobre Derechos Humanos, un tratado que descarta la pena de muerte, pues privilegia los derechos y las responsabilidades.
Ahora bien, por encima de la polémica, de las promesas o de las ilusiones, un rasgo distintivo de nuestro país es la impunidad. En ese marco, antes de que el gobernante, los congresistas o los presidenciables levanten una mano muy dura, es fundamental que el sistema de justicia (el Ministerio Público, la Policía Nacional Civil y los tribunales) recorra la ruta de la investigación penal, la persecución, la captura y el enjuiciamiento de implicados en delitos y crímenes, proceso en el que, históricamente, en no pocos casos los culpables evaden al brazo de la ley.
También es necesario subrayar que, en torno a un hecho de violencia, primero se debe contar con la postura de la familia de la víctima, la gran afectada después de quien sufrió la agresión. En esa línea, quienes impulsan o afirman hacer esto o aquello no deben ignorar que hay un Pacto de San José y una resolución de la CC que frenan cualquier intención sin acción. Es decir, si ambas instancias están vigentes, toda idea no pasará de palabras al viento.
Deslindarse de la convención continental no es sencillo y sus repercusiones son de amplio espectro, entre ellas las relaciones con la Comisión y con la Corte Interamericana de Derechos Humanos. Vale apuntar que los Estados firmantes han expuesto diversas observaciones desde que se implantó la herramienta. Frente a ese panorama, las autoridades deben reflexionar y repasar su actuar hoy, cuando la sociedad les reclama por la variedad de crímenes sin castigo, la gran materia pendiente en Guatemala.
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