Lo compré diminuto precisamente por eso: para no quedarme acurrucado en el sofá, porque siempre se me hizo cosa de gringo huevón eso de dormirse en el sofá frente a la televisión.
Pero sigo intentando hacerme sitio en este mueble de dos plazas y en eso me doy cuenta que uno de los brazos del sofá ha comenzado a aflojarse.
Mientras muevo el brazo del sofá, despacito, con esa curiosidad malsana del que tiene un diente flojo, recuerdo que una comediante, de esas de los 90's a las que que les gustaba hacer agudas observaciones sobre la vida diaria, dijo que los muebles de Ikea son un buen cronómetro. Uno los compra cuando comienza una nueva vida y más o menos tardan en empezar a desarmarse lo que a esa nueva vida le toma comenzar a desintegrarse.
Nunca pensé que iba a ser tan pronto.
Y veo que a todos nos pasa en un momento u otro. Hoy hablé con una buena amiga que conocí justo cuando acababa de separarme de mi segunda esposa y desde entonces hemos estado más o menos en contacto en la medida que nuestras vidas, los viajes, las mudanzas, los amores y los desamores nos han permitido.
Es de esa gente que uno busca cada dos o tres semanas y le pone un “hey, hey, hey” en el chat o un mensajito en el Facebook. Y son conversaciones sin doblez, que buscan eso, saber cómo está esa persona. Y duran las quince o veinte líneas que nos bastan para saber las cuatro cosas que nos interesan. ¿Cómo va la vida?, ¿sos feliz?, ¿qué tal el trabajo?, ¿el corazón bien?
Y le he seguido la pista porque desde el día que la conocí nos caímos bien y nos entendimos. Pero también porque desde ese día he mantenido un pequeño crush con ella.
Y nunca llegamos a más. A mí me gusta pensar que fue porque hubo desencuentros en nuestras agendas. Primero fue que ella tenía que ir a una boda y yo no tenía carro para ir a Antigua y ya, después porque que cada quien consiguió pareja fija.
Es un crush. ¿Cómo lo definiría en español? No es amor lo que hay, eso es seguro. Ni siquiera estoy seguro que sea enamoramiento. Es más como ese cariño que le tiene uno a los amigos de años, pero con un gajo de limón.
Además es que es pelirroja. Y a mí, no sé, hay algo de las secas pelirrojas que me subyuga.
Recuerdo perfectamente el día que comenzaron a gustarme las pelirrojas. Es de esos episodios en la vida que uno recuerda como si fuera una película. Y no estoy tan seguro que mis recuerdos de ese día sean fieles a la realidad, por eso mismo, porque todo en ello fluye con una agilidad sospechosa, sobre todo porque ocurre en una época de mi vida marcada por la torpeza.
Estábamos a finales del 87 u 88. Quizá era 1989. Fue uno de esos tres años de la temprana adolescencia en que me dejé crecer el pelo, me compré tres pantalones negros y no salía de casa sin mi chumpa de lona negra.
Como todos los años poníamos una venta de comida y cerveza en la Feria Nacional y a mí me tocaba trabajar en ese negocio que nos permitía capitalizar la economía familiar para enfrentar el año siguiente.
Fue de mañana cuando llegó ella. Era española, pelirroja, tres o cuatro años mayor que yo y fumaba. Llegó a comprar fósforos. Más bien a que se los regalara, porque la chica era más pobre que una rata. En ese momento se me hizo la cosa más cool del universo que fumara y que anduviera metida en una secta.
De hecho eso, la secta, la había llevado a Guatemala. Andaba repartiendo literatura de “La Familia”, como se llamaba entonces la secta de “Los Niños de Dios”. En ese momento me pareció simpatiquísimo el viejito de la foto en los folletitos, un hombre al que ella se refería como “El Profeta”.
Resulta que era David Berg, el fundador de la secta, que luego fue acusado de ser un pedófilo degenerado. Y la chica, mi primer interés romántico a sus 16, 17 años andaba viajando por el mundo al amparo de los seguidores de El Profeta. ¡Cristo Santo! Qué le habrá tocado vivir a la pobre. Hoy no recuerdo su nombre -recuerdo que era muy español y quizá vasco como Idoia, Aitana, Begoña o algo así-, no recuerdo su cara pero no se me borra la melena anaranjada y la ropa shuca que usaba.
Y allí estoy yo, chateando sosteniendo en una conversación en Skype con mi amiga, 20 años después de la primera vez que una pelirroja me flechó (dicho sea de paso, con la única pelirroja que me hizo caso, las cosas salieron muy mal), viendo los cientos de fotos que hay de su anaranjada melena en Facebook.
Me cuenta que ha ido a comprar muebles a Ikea. Me cuenta que se marcha de casa. Me cuenta que las cosas con el marido no salieron bien, que la abandonó. Me cuenta que quiere rehacer su vida.
Y yo no sé como sentirme. Me duele que mi amiga sufra, pero sospecho que en el fondo, a la larga será lo mejor para ella. Me pone triste oír que la vida se le astilló, que este golpe seguro le dejará una impronta y que ahora tiene que comenzar de nuevo. Pero me pone feliz saber que ya no está con el marido, que nunca me cayó bien. Y juzgo su caso sin saber más que lo que ella me cuenta, que al final es lo que importa.
Mientras la oigo, me convenzo de que ahora podrá comenzar a ser feliz. Es de esos casos en que basta soltar el lastre para avanzar más rápido. También es cierto que hay otras en que necesitamos un ancla, pero estoy seguro que no es su caso.
Como siempre que nos vemos o chateamos, nos hacemos invitaciones mutuas a visitarnos. Y cada día se vuelve más difícil, porque ella vive muy lejos y yo, pues, yo vivo en el culo del mundo.
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