En Guatemala, como en otros países, la percepción social del riesgo no se corresponde con las conductas necesarias para contener la pandemia. Es decir, como se observa globalmente, cuando se relajan las medidas de confinamiento, se colman las playas, los bares, los estadios, las iglesias o cualquier otro espacio de alto riesgo. Y no dudo que exista gente coherente, que hable y actúe en consecuencia, pero dudo que ese grupo sea mayoritario.
Por lo anterior, creo que la coerción se justi...
En Guatemala, como en otros países, la percepción social del riesgo no se corresponde con las conductas necesarias para contener la pandemia. Es decir, como se observa globalmente, cuando se relajan las medidas de confinamiento, se colman las playas, los bares, los estadios, las iglesias o cualquier otro espacio de alto riesgo. Y no dudo que exista gente coherente, que hable y actúe en consecuencia, pero dudo que ese grupo sea mayoritario.
Por lo anterior, creo que la coerción se justifica para que el confinamiento se haga efectivo. Y por supuesto se justifica exigirle al Estado transparencia, rendición de cuentas y que la ley se aplique por igual, pero sin perder de vista que la vulnerabilidad se diferencia claramente en cada clase social.
Asimismo, pesa sobre la gente la individualización del riesgo, que en Guatemala traduce la muerte y el sufrimiento por la covid-19 en un fracaso personal, y no como la ausencia de un Estado con la capacidad para gestionar una crisis con la eficiencia de países como Costa Rica o Cuba, por citar un par de ejemplos con cercanía geográfica.
La percepción individual y social del riesgo es compleja, pero en esta crisis se evidencian elementos ya identificados por las ciencias sociales. Por lo regular, el riesgo asociado con conductas orientadas hacia la prevención es aquel que se percibe cercano en el tiempo o en el espacio. Aun con los matices y las excepciones del caso, es poco probable que la gente actúe de forma razonable hasta que no observe que el vecino está contagiado o que la amiga falleció por la covid-19.
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Por ejemplo, si hoy le informaran a usted que una persona contagiada atiende al público en una farmacia del barrio, probablemente evitaría ir a ese sitio. Pues resulta que en esta pandemia deberíamos actuar como si todas las personas estuvieran contagiadas. Las conocidas y las desconocidas, así de simple. Y eso no debería impedirnos ir al mercado, a la farmacia o incluso al trabajo cuando se justifique y observando las medidas de bioseguridad del caso.
Es inevitable mencionar que la comunicación oficial no ha estado a la altura de las circunstancias. Algunos discursos han sido coherentes y efectivos, pero, en general, la comunicación ha sido insuficiente, monótona, centrada en la coyuntura, y en ocasiones ha fracasado en su intento de mostrar logros, ya que las noticias y los rumores son más rápidos y efectivos en demostrar las carencias que el Gobierno ha eludido transparentar.
Pero no creo que, incluso con una comunicación más efectiva, la conducta de la gente sería mucho más coherente sin la existencia de medios coercitivos. Y no perdamos de vista el advenimiento de campañas negacionistas del riesgo que coinciden con intereses de sectores que esperan que las pobrerías salgan a trabajar, a consumir, a pagar diezmos y a contagiarse si fuera el caso.
Tenemos por delante una contienda que se puede tornar cada vez más ideológica y que puede durar meses, si no es que años. Al Gobierno le toca mejorar su gestión administrativa y su precaria comunicación. A otros sectores nos toca seguir exigiendo transparencia, rendición de cuentas, y contribuir a que se trace una ruta que establezca un balance razonable entre actividades esenciales y la atención de la pandemia. En esa travesía, no esperemos mucha coherencia. Tristemente, la mayoría de la gente irá reaccionando hasta que enfermen o mueran personas cercanas.
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