Un buen ejemplo son los servicios de emergencia: hasta mediados del siglo pasado no existía tal cosa como los paramédicos, y a los enfermos se los trasladaba al hospital en radiopatrullas o en carros fúnebres y no se conocían los cuidados médicos in situ. Se crean cuerpos de atención de primera línea, con los cuales se les quita a servicios no adecuados como la policía esas obligaciones, y tenemos lo que ahora conocemos. Se han convertido en algo tan especializado que en Guatemala hay empresas que solo a eso se dedican.
Con cada nuevo descubrimiento de necesidades humanas, por ejemplo en el campo psicológico, desarrollamos un lenguaje especial para describirlas. Así se van actualizando los vocabularios para describir aflicciones mentales y se sacan del diccionario cosas que no caben allí. La homosexualidad, por ejemplo, era considerada una enfermedad y, como tal, susceptible de ser curada. ¿Se imaginan hasta dónde se le hace daño a una persona al decirle que está enferma por ser homosexual?
El verdadero problema es que todos padecemos de lo que se llama deformación profesional, que no es más que el enfoque que nuestras distintas ocupaciones nos dan para ver el mundo. Los que somos abogados encontramos todo lo que puede salir mal en una situación y tratamos de redactar reglas para resolver los conflictos futuros. Un médico revisará la lista de síntomas para ver qué patología encontrar. Un policía mira un delincuente cuando alguien se comporta de una manera que se sale de lo que él considera normal. Y así las instituciones (incluyamos en ellas cualquier profesión, oficio, ocupación, credo religioso, etcétera) tienden a ser lentes que solo enfocan las cosas que conocen. Esto ayuda a resolver los problemas que les atañen, obviamente: hace más eficiente el trabajo especializado y profundiza conocimientos en áreas específicas.
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Pero es fatal para resolver problemas que consistentemente se salen de su ámbito. Lo estamos viendo en ejemplos mortales en los Estados Unidos, cuando llaman a la policía para calmar a personas con ataques de pánico provocados por consumo de drogas, por ejemplo. Llegan equipos de profesionales entrenados para contener violencia y detectar amenazas. Es lógico que la situación les parezca violenta y amenazadora y actúen reaccionando a ella. De igual forma, siempre me ha parecido una pésima idea darle funciones policiales al ejército, pues su entrenamiento es completamente contrario a lo que necesita una población civil.
Desvirtuar el propósito de las instituciones estatales es pernicioso a más no poder. Abarca a diputados adjudicando obras cuando eso le compete al Ejecutivo. O a presidentes legislando cuando eso le corresponde al Congreso. Las funciones, por el esfuerzo de abarcar cosas que no les tocan, se debilitan porque no están haciendo lo que sí deben. El procurador de los derechos humanos, por ejemplo, tiene a su cargo una función esencial dentro de un Estado: proteger a los individuos de la violación de derechos que les haga el Gobierno. No está para dirimir conflictos entre personas individuales. Para eso son los tribunales. Pero en Guatemala nada funciona como debe y todos quieren hacer lo que le toca a otro. Tal vez porque creen que pueden, porque consideran que los demás no están haciendo bien su trabajo o porque quieren tener más poder.
Hasta que no forcemos a nuestros órganos estatales a fungir dentro de lo que les corresponde de forma verdaderamente eficiente, no vamos a poder contar con ninguno de los derechos que tenemos según la ley, pues no habrá nadie que los proteja por estar haciendo otra cosa. Así como no reparamos vidrios con un martillo, revisemos con qué herramientas queremos arreglar los desperfectos de nuestras sociedades. De ser necesario, hagamos nuevas.
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