En un país cuya historia se ha vestido de tragedia una y otra vez, el debate sobre la pena de muerte —por anacrónico que sea en democracias liberales— toca fibras sensibles en lo político, moral, social y legal. Procuraré referirme exclusivamente a lo último desde la perspectiva del derecho internacional y del derecho constitucional.
Primero, un viaje al pasado. En 1969, el Gobierno de Guatemala participó en San José, Costa Rica, junto con otros países de la región, en la Conferencia Especializada Interamericana de Derechos Humanos, en la cual se adoptó la Convención Americana de Derechos Humanos. En 1978, el tratado adquirió fuerza legal en Guatemala al ser ratificado durante el gobierno de Kjell Eugenio Laugerud García.
Dos cláusulas del tratado nos interesan para el tema que nos ocupa. Por un lado, tenemos el artículo 4.2, el cual establece que los Estados que no hayan abolido la pena de muerte al momento de la ratificación no podrán extender su aplicación a otros delitos. Es decir, Guatemala se comprometió desde 1978 a no ampliar el catálogo de delitos que podría castigar con la pena de muerte. Por otro lado, se encuentra el artículo 9, que consagra el principio de legalidad y de no retroactividad. Este principio se refiere, entre otras cosas, a la obligación de los Estados de definir las acciones u omisiones que se consideren delictivas de la forma más clara y precisa posible. Esta norma tiene su análogo funcional en el artículo 17 de la Constitución guatemalteca.
Ahora bien, el artículo 46 de la Constitución le otorga preeminencia al derecho internacional de los derechos humanos sobre el derecho interno. La CC ha considerado que estos tratados son parte del «bloque de constitucionalidad», es decir, son parámetro para establecer la constitucionalidad de las leyes. Por estos motivos, la CC aplica estas dos cláusulas de la Convención Americana de Derechos Humanos a diversos delitos del Código Penal y los encuentra incompatibles con aquella y, por tanto, inconstitucionales.
Por una parte, la corte aplica el artículo 4.2 de la convención respecto de los delitos de ejecución extrajudicial y desaparición forzada, que fueron creados por el Congreso en 1995 y 1996, respectivamente. Asimismo, aplica el citado artículo de la convención respecto de la Ley contra la Narcoactividad, que fue promulgada en 1992 y contenía la pena de muerte como una de las consecuencias a los delitos allí creados.
Respecto del delito de secuestro, la cláusula del tratado se aplica a este igualmente. Si bien es cierto que dicho delito contemplaba la pena de muerte antes de 1978, fue modificado con posterioridad, entre otras cosas, para que la muerte de la víctima no fuese un requisito para la aplicación de la pena capital. En el 2005, la Corte Interamericana de Derechos Humanos (Corte IDH) declaró en el caso Raxcacó Reyes que la forma en que se encuentra codificado el delito de secuestro en Guatemala era incompatible con la convención y le ordenó al Estado de Guatemala modificarlo.
Por otro lado, la CC aplica el artículo 9 de la convención respecto de los delitos de parricidio, ejecución extrajudicial y lo que se conoce comúnmente como magnicidio. En todos estos delitos, el Código Penal instituía que la «peligrosidad» sería un parámetro para aplicar la pena de muerte.
Al respecto, es relevante recordar que en 2005 el Estado de Guatemala también fue declarado internacionalmente responsable por la Corte IDH en el caso Fermín Ramírez atendiendo a la forma en que estaba codificado el delito de asesinato. En esa oportunidad fue establecido judicialmente, entre otras cosas, que el requisito de peligrosidad incumplía el artículo 9 de la convención. La corte argumentó que el poder punitivo del Estado no puede aplicarse por los actos que una persona podría cometer en el futuro. Es decir, la pena se aplica por acciones u omisiones que han ocurrido y han sido probadas en juicio, no en función de hechos que potencialmente ocurrirán. Simplificando el argumento, quizá es útil la referencia a la película de Spielberg Minority Report, en que las personas son arrestadas antes de cometer homicidios o asesinatos gracias a una máquina que permitía ver el futuro. Resulta que los jueces de Guatemala no tienen esa habilidad, de manera que es mejor que la ley no les exija eso.
Así, la CC ya había considerado el problema de la peligrosidad en la tipificación del delito de asesinato en el expediente 1097-2015 y había resuelto en el mismo sentido que la decisión que nos ocupa. Nada nuevo bajo el sol.
Como se puede apreciar, la sentencia del expediente 5986-2016 no tiene nada que ver con el artículo 18 de la Constitución, que se refiere a la pena de muerte. No obstante, el fallo tiene el efecto práctico de que en Guatemala no podrá aplicarse la pena de muerte. Si bien no fue una abolición per se, lo cierto es que, en virtud del artículo 4.2 de la Convención Americana de Derechos Humanos, cualquier intento legislativo por restablecer la pena de muerte sería inconstitucional y una violación de compromisos internacionales. Después de esta decisión, Cuba se convierte en el único país latinoamericano que retiene la pena de muerte para delitos comunes.
La única salida para los entusiastas de la pena de muerte sería la denuncia de la Convención Americana de Derechos Humanos, un camino que solo ha sido emprendido por el régimen autoritario de Venezuela en 2012 y por Trinidad y Tobago en 1998. Confío en que no es necesario abundar en lo indeseable que sería unirse a esa lista.
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