Pero ya del horror se ha dicho mucho y tristemente se seguirá diciendo, por eso hoy quiero de forma muy decidida, hablar de lo bello, vuelvo entonces al punto central de este ejercicio: la carretera atraviesa montañas llenas de un verde pulcro y profundo que da la sensación de que el tiempo se ha salido del propio tiempo, pueblos con una arquitectura surrealista que a pesar de todo han sabido subsistir, niñas y niños jugando libremente bajo la niebla que poco a poco los convierte en siluetas que van y vienen, la vida en su manifestación más plena, la vida en una dinámica constante, la vida a pesar de todo.
De las cosas más asombrosas es quizá el paisaje que se presenta en algún punto de ese camino, en donde aquellas pronunciadas curvas se convierten en una metáfora perfecta de las experiencias que nos tocan atravesar en la vida individual y colectiva. No es, digámoslo así, un camino plano, sino uno lleno de accidentes y caminos sinuosos, de giros constantes, de sorpresas que al final construye esto que queremos ser, que terminamos siendo. Saber atravesar con prudencia esos lugares es también parte de la lección.
A lo lejos de esa carretera que conduce a la región fronteriza entre Guatemala y México se deja ver un horizonte infinito, delineado por una mezcla de colores que hablan de nuestra herencia marina, del calor de la costa sur y de su fértil tierra que ha servido para que crezcan frutos dulces y jugosos, sabores que han servido para tejer nuestra relación más profunda con este lugar que habitamos.
Esta vez el viaje lo hice por una causa para mi fortuna, buena y amorosamente justificada. Eso me provocó ir con mucha tranquilidad y lleno de esa disposición de tratar de ver con otros ojos lo que frente a mi se iba revelando. Así que desde el árbol más pequeño hasta el cono del volcán Tacaná, a lo lejos, fueron detonantes para entender que la belleza y las cosas más simples y sencillas siguen siendo una cuestión puramente de sentir y apreciar para quien decide hacerlo.
Mientras conducía a través de ese paisaje conmovedor que intento describir en estas líneas, recuerdé algo que leí días antes de Santo Tomás de Aquino, filósofo y teólogo italiano, considerado el padre de la escolástica, principalmente en aquello que afirmó hace cientos de años: lo que se mueve, es porque algo o alguien lo mueve. Hay algún tipo de impulso externo a él que lo pone en marcha. Por ejemplo, la semilla necesita agua, tierra y luz solar para pasar a ser un árbol. A su vez, eso que mueve a la semilla y a todo lo que se mueve ha tenido que ser movido por otra cosa: la tierra no siempre ha sido tierra, el agua ha pasado por diversos estados, los insectos que contribuyen a la reproducción de las plantas un día fueron larvas.
Cada persona tiene ese motivo que lo empuja a ir de un lado a otro. Cada quien pasa sus propios procesos que le mantienen en constante movimiento. Algunas veces esos impulsos son originados por heridas, traiciones o por descubrir nuevas experiencias. El amor quizá sea eso, saber cuándo es hora de marcharse o cuándo es hora de llegar a un nuevo lugar, a un nuevo ciclo y eso, insisto, es algo que experimentamos de forma muy íntima pero también de forma colectiva. Sobre todo en este país que todo el tiempo nos habla de injusticias y desigualdades.
La tarde empezaba a desaparecer, la noche y su profundidad absoluta cubría aquello que mis ojos pudieron descubrir en ese recorrer, si algo me parece asombroso en ese sitio es que, sin notarlo, el clima cambia drásticamente y lo que era frío y seco, se convierte en una sensación de calidez y humedad, lo que me recuerda que a pesar de las dificultades, siempre la ternura y el amor prevalecerán.
María Zambrano dijo alguna vez que no se pasa de lo posible a lo real, sino de lo imposible a lo verdadero y ahora, en este momento de mi vida en que la incertidumbre camina a mi lado como una sombra, me aferro precisamente a eso, a las certezas, a descubrir lo verdadero. Llegué a un lugar que me recibió con ternura y que despertó en mí un fuego que ahora me sirve como antorcha que deja ver algo que estaba oculto. Así pues el fenómeno de lo poético, el inevitable hábito de buscar y sobre todo, encontrar la ternura.
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