Apostado a los márgenes del caudal del juicio a Ríos Montt y Rodríguez Sánchez, varias cosas veo correr dispersas entre las corrientes turbias. La primera de ellas, la más gorda, es la opacidad del sistema judicial. Un partido de ping pong inició con el caso. Lo grave es que las víctimas son la pelota, de un golpe al otro. Incluso los acusados pueden serlo, dado que uno de ellos está detenido mirando tras los barrotes cómo se prolonga el momento de su sentencia mientras el otro duerme en su cama.
El proceso penal guatemalteco hoy se muestra como es: un pantano. Y no dista mucho de los procesos civiles, laborales o administrativos. Todo va parar al mismo lugar. La falta de claridad, esa naturaleza de laberinto que posee solo favorece generosamente al descrédito del sistema judicial. Si esto pasa con un caso bajo la mirada del público, qué pasa con los otros que no tienen prensa, ¿les va aún peor?
Un proceso complejo como el que tenemos para resolver conflictos, con variantes infinitas entre las que sobresale la posibilidad de la impunidad solo favorece a quien pueda comprarlo. Si uno llega a ser víctima de un delito y si el criminal tiene más fortuna o influencia, resulta inimaginable conseguir una condena, es el mensaje. Y si se consigue, el sistema penitenciario es incapaz de reformar al criminal, más bien le potencia.
Esto debería ser una preocupación general. Sin embargo, como siempre los temas se van disipando con las bombas de humo. Cuando el sistema de justicia es incapaz de resolver las demandas de la población, se vuelve una institución que se desmorona hasta desaparecer. Ello solo abre la puerta a la venganza. ¿Si se puede resolver todo por propia mano, por qué iría uno a sufrir en un juzgado?
Así estamos. Cada vez que veo una noticia donde un policía declara que la causa de muerte fue un ajuste de cuentas, crimen pasional o cosa de pandillas, sé que el poder le está haciendo un guiño. Mientras más violenta sea la vida para la mayoría de población, mayor será el miedo. Y el miedo es un eficaz método de control.
El miedo fragmenta pero encierra los pedazos en un solo lugar. Basta mirar la vehemencia con la que los candidatos presidenciales en las últimas campañas han recalcado su compromiso combatir la violencia. ¿Ha sido alguno efectivo? Evidentemente no; o al menos, no en la medida en que lo prometieron.
Entre el saco roto de sus promesas jamás pasó el reformar los procesos judiciales hacia modelos más sencillos y transparentes. Esto porque el sistema está satisfecho con que la violencia siga, puesto que es un factor determinante para impedir una organización social que exija cambios. Así que ese combate es más bien cosmético, como la moto del buen Otto.
Hemos pasado los últimos años preocupados por no ser víctimas de un hecho violento, al punto en que no hemos podido ver el engaño. Los hechos violentos no descenderán hasta que sus causas lo hagan. Evidentemente, además de la impunidad, la desigualdad es una de sus principales. Entre ellas, la forma abusiva en la que un pequeño grupo de personas se enriquece en detrimento de otras.
¿Quién estaría contento con una vida destinada a la miseria por su color de piel? ¿O que los crímenes contra su familia queden impunes incluida la risa sardónica en su negación? ¿Quién estaría feliz con que lo mejor que puede llegar a obtener de la vida es un empleo sin prestaciones?
Resulta más favorable delinquir que trabajar, hasta en términos de popularidad, como se deja ver en las telenovelas sobre los grandes capos. Pongámoslo de otra manera: ¿quién confía en que el gobierno resuelva esta situación o que el sistema de justicia estará ahí cuando sufra un daño?
Supongo que nadie, la desolación. No hay forma de vender la idea de que todos podremos alcanzar nuestros sueños en este país: hay demasiados peros. Podrás tener lo que querrás, salvo si sos indígena, mujer, pobre, homosexual, filósofo, artista, o no tenés el apellido correcto.
Al ahogar la posibilidad del futuro mejor con la violencia de un sistema judicial que procura la impunidad, este país se condena a vivir un eterno presente: un pantano. El mismo a donde fue a parar el juicio. Uno del que tendríamos que imaginar cómo salimos juntos o nos seguiremos hundiendo.
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