El eco y la distorsión de las voces que van surgiendo, en su reproducción, activan un espaciotiempo distinto, en el que la vida se despliega en otro ritmo. El viento congelado del invierno en otra localización, actividades familiares organizadas por la tradición; el tono entusiasta de un padre, una madre enseñándole a sus hijos a hablar, balbuceo infantil, intercambio de regalos. Dinámicas íntimamente relacionadas con el plástico, los metales, los cables, la cinta, el flujo magnético (la tecnología heredera de las necesidades bélicas junto con todas sus aplicaciones e implicaciones).
Los sonidos, como los recuerdos, no son inmateriales, nos enredan en sus ondas, en las moléculas vibrantes y con otras materias. La cinta magnética hace su recorrido de un lado a otro del carrete re-viviendo pasados hechos de multiplicidades. Espectros que se hacen presentes, re-membranzas —la reconfiguración material de la espaciotemporalidad en su capacidad generadora— nunca realmente en pausa en el aparato conservado dentro del armario de mi abuela y luego en el de mi madre.
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Al escuchar esta vieja grabación (el roce del carrete en la base de terciopelo, la vibración de los motores, el girar de la bobina…) no viajo en el tiempo por medio de un ejercicio imaginario o de evocación de memorias convertidas en representaciones mentales. La máquina me enreda en sus cables, nos hacemos, con ella, una nueva máquina: conexiones y producciones inesperadas. Memorias que no me pertenecen (¿es posible reclamar propiedad sobre la memoria?) activan resonancias afectivas. «Con velocidad y con parsimonia nos metemos entre las cosas, nos juntamos a otra cosa; nunca se empieza, nunca se hace tabla rasa: uno se desliza por entre, uno penetra en medio de, uno se acomoda a o impone ritmos», subraya Deleuze con Spinoza.
Cada vez que se rebobina la cinta, el óxido se desgasta y la calidad del audio se reduce. El paso de los años también había ido desgastando el recuerdo de aquellas voces, su tono exacto, aunque yo las conocí mucho después de cuando quedaron registradas por el aparato. Pero aún cuando la grabación se borre y aquellas voces se dispersen, la ausencia será imposible. Porque los archivos no son la única forma de registro ni las únicas fuentes capaces de dar cuenta de múltiples formas de existencia. Cada encuentro, en cada momento, deja marcas: documentaciones. Cada materialidad —como entrelazamiento de múltiples fenómenos— acarrea ya consigo la traza de otras existencias, la manifestación de corporalidades que se siguen reactivando, siempre aquí. Así, no es necesario que la cinta guarde aún, en su superficie degradada, un mensaje particular. El aparato, como práctica tecnocientífica, es ya el testimonio de relaciones de las que mi familia, también, forma parte. Los aparatos no tienen límites intrínsecos, son prácticas abiertas.
Cuando las voces desaparecen y se impone la distorsión, la fabulación puede ayudar a desvelar historias, aunque estas están ya inscritas, también, en los silencios de la cinta. Habría que aprender a notar los silencios —estos siempre acarrean la huella de lo que ha sido excluido— no para descubrir significados sino para dar cuenta de lo que hacen. Cultivar nuevas disposiciones sensoriales, aspirar a la extrañeza, al desequilibrio, a animar y a reverberar más que a reportar, registrar y representar; como dice Deleuze, una «relación compleja entre velocidades diferenciales, entre freno y aceleración de partículas, una composición de velocidades y lentitudes». Se trata de una producción de encuentros que activan sensibilidades y oportunidades para afectarse-con, entrelazamientos capaces de responder a la manera como el pasado se hace presente.
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