¿En qué consiste ese comportamiento que lleva a ciertos personajes a montarse en su propio ego (desenfrenado, por cierto) y andar por la vida creyéndose que lo que su sombra proyecta es realmente su tamaño? Seguramente algo de patológico tiene eso de acostumbrarse a vivir creyendo que tienen más méritos que los que en realidad han forjado. Porque, claro, desde la óptica de estas personas: «¡Dios primero y ellos (semidioses) inmediatamente, sentados a la diestra!». Bueno, alguna virtud han de tener. Porque, de lo contrario, es bastante raro quererse tanto, apasionarse desenfrenadamente con ellos mismos.
Seguramente han construido grandes colosos, han levantado imperios, han guiado millones…
En su imaginación.
Porque en la vida real no han hecho más que seguir el juego que saben jugar muy bien: vender obras públicas y hacerse ricos a costa del dinero ajeno o del propio, conseguido a fuerza de explotación humana continua y sistemática o libando del erario público. Pero no quiero irme por ahí. Si no, pronto me acusarán de ser demasiado radical, no moderada, como se estila ahora.
Me pregunto: ¿no se cansan de idolatrarse y vanagloriarse?, ¿de mirarse al espejo para reconocer lo maravillosos que son?, ¿de no escucharse más que a sí mismos o a su séquito de adláteres, que solo fungen como coro de sordos gritando a los cuatro vientos que su jefe es el mejor del mundo, el único y grandilocuente, el mejor de todos? Y no, no se cansan. Se erigen como los salvadores del mundo. Nos salvan del acabose, de los golpes de Estado, de la barbarie comunista, del embate de los extranjeros, de la barbarie populista que quiere asolar Guatemala. Nos salvan y henos aquí, pletóricos de ingratitud, sin darnos cuenta de esa enorme acción por la cual debemos estar para siempre agradecidos.
Su soberbia es tal que no pueden distinguir entre los servicios públicos a los cuales la ciudadanía tiene derecho y el vasallaje que ellos quieren imponerles a sus súbditos. No han dejado de percibir a las personas como siervos obligados a rendirles pleitesía en sus reinos amurallados medievales, ¡como esa chusma populista que hoy quiere derrocar a las autoridades elegidas cons-ti-tu-cio-nal-men-te (que nos quede claro de una vez por todas)!
Desde el pedestal desde el cual ellos establecen su rasero, las demás personas quedamos muy muy por debajo. Somos menospreciadas y no escatiman gestos ni gastos para demostrarnos su superioridad. ¡Obvio! La mayor parte de las veces, con dinero pagado por nosotros vía impuestos, pero otra vez yo yéndome por la tangente radical. Suspiran frente a nuestras absurdas peticiones de gobiernos justos, de construcciones de convivencia y de espacios para que podamos caber todos y todas. Suspiran escondiendo en el rebuzno su intención de distribuir palos para que nos saquen a todos del espacio público. Por cierto, un espacio que también se ha privatizado.
Y cuando nuestro atrevimiento llega a terrenos que ellos jamás sospecharon —porque, claro, son intocables—, entonces sí. Se enojan, fruncen el ceño, amenazan, se siguen enojando, vociferan, regañan a quienes trabajan en los medios de comunicación y mandan a callarlos, se siguen enojando, hacen alarde de su altanería, pierden todos sus filtros, esgrimen su total arrogancia, utilizan el tono más despectivo que conocen para recordarnos su estirpe y con desprecio nos gritan: «¿Para qué quiero yo el sucio dinero del Estado si he nacido en cuna de oro?». Y vuelven a amenazar. Su gélida mirada, con la que pretenden amedrentar a quienes con su impertinencia han osado tocar su apellido, es desplegada con todo el engreimiento que los caracteriza.
Sin embargo, después de las amenazas, veladas y explícitas, habrá que ponerse a pensar en lo que dicen que dijo san Agustín: «La soberbia no es grandeza, sino hinchazón. Y lo que está hinchado parece grande, pero no está sano».
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