“Para mí todo empezó con la terapia”, decía y daba inicio la obra de teatro donde ellas conjuraban la victimización.
Rina Najarro formó parte de Las Poderosas Teatro desde el principio. Llegó al grupo luego de su primera operación y decidió apostarle al teatro como terapia para sanar las heridas históricas, como las demás. Creyó en la posibilidad colectiva de vencer el dolor y llevar el mensaje a otras mujeres para demostrar que la creación teatral como experiencia creativa salva vidas, propias y ajenas.
En 2008 iniciaron juntas el camino creativo con el rodaje del documental “Hoy puedo ser” y desde aquel momento Rina, como sobreviviente de violencia, venía luchando contra la impunidad, había exigido que se velara por sus derechos y los de su hija e hijo, levantó su voz para que el Estado finalmente garantizara su derecho a una vida sin violencia. En aquel contexto, a pesar de la batalla que daba, supo reconocer que con el grupo estaba logrando “ser feliz”, reconoció que tenía temor del futuro y por eso quería vivir y disfrutar su presente. Y se entregó de lleno al teatro.
“Seguimos ensayando, pensándonos como mujeres, haciendo teatro, creando a partir de nuestras historias. No de los golpes o las humillaciones, sino de nuestro camino como mujeres”, dicen ellas cuando se les pregunta su recorrido. Y en 2010 se convierten en Las Poderosas. En ese proceso me convocaron y me uní al grupo. Poco a poco fueron dándole forma a la obra teatral, recuperaron paulatinamente sus sueños rescatándolos del ostracismo, reinterpretaron su propia historia recuperándose a sí mismas como sujetas. Mientras tanto, Rina siguió batallando y resistiendo, el sistema parecía seguirse burlando de ella y su reivindicación.
Durante esos ocho meses que duró la preparación de la obra la vimos, además, luchar estoicamente contra su enfermedad, pero fundamentalmente con un sistema de salud pública incapaz de garantizar calidad y mucho menos calidez en la atención. Se indignaba cada vez que la hacían esperar horas en un pasillo de hospital para atenderla luego y que un médico —sin mirarla a los ojos y sin explicarle que le sucedía a su cuerpo— le tiraba una receta o le indicaba un tratamiento cada vez más invasivo, cada vez más hostil. Compartimos con ella las recaídas y sus renaceres.
Un día la vi morir, pero estaba tan firmemente convencida de que no podía irse todavía que 15 días más tarde estaba nuevamente con nosotras, aportando sus ideas y creando sus escenas. No puedo olvidar la tenacidad de su lucha, su dignidad para afrontar tantos frentes de batalla. Sin embargo, faltaba aún un duro revés: cuando su agresor fue finalmente capturado una jueza lo dejó en libertad sin obligarlo a cumplir con su responsabilidad de la manutención económica para su hija e hijo.
Cuando el escenario iba nuevamente oscureciéndose, Rina cerraba la obra contando que su sueño era “seguir haciendo teatro, que pase el tiempo y seguir”. Yo sé que también soñaba con ver crecer a su hija e hijo y que no se vieran envueltos en historias de violencia.
Pero no pudo. El lunes 11 de julio perdió la batalla contra el cáncer. Murió sin que el Estado le haya dado respuesta. A ella la mató la enfermedad, pero también la indiferencia del sistema de justicia que sigue garantizando la impunidad. De todas maneras sé que ella cumplió una de las cosas que escribió un día: venció el odio y nos dejó de herencia la dignidad de su lucha y su fortaleza. Gracias por eso, Rina, y por todos los momentos que compartimos.
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