Llego a casa y enciendo la televisión. Me aferro a mi pequeña rutina de los domingos aciagos: mirar westerns. Los de Sergio Leone o mi recién adquirido gusto por los de Corbucci. Disfruto la profundidad ética de sus personajes, su parquedad como símbolo del hastío y el nihilismo.
Me gusta pensar que un domingo cualquiera vendrá una cuadrilla, dirigida por Manco o por Tunco y me llevará a pasear. Qué se yo. Hacer algo, que no sea convertirme en otra luz brillante en la habitación, una sombra grisácea parpadeante magnificada por el Plasma.
Esta vez fue Django, de Corbucci. Destapé una cerveza mientras la veía. Bárbaro. Me distrajo de todo, incluso de mí. Esta semana fue terrible. Noticias horrendas desde Honduras. Una cárcel ardiendo y trescientas treinta y siete personas muriendo en las llamas. Pero el horror no paró ahí, claro que no.
Las redes sociales estaban colmadas de gente, en la mayoría mis conocidos, aplaudiendo el gesto. Es más: exigiendo que también en Guatemala se hiciese lo mismo. Eso me trajo a la memoria una de las muchas veces en que, al preguntarme sobre mi trabajo, respondí que era fiscal. Habíamos bebido, era una fiesta de unos amigos. Mi interlocutor se me quedó mirando con gesto de desaprobación; y como estaba borracho, se permitió contarme por qué.
Empezó con una historia de una casa allanada frente a su oficina. Todo el manejo de la escena del crimen lo hicieron mal, dijo, afirmándolo con tal vehemencia que uno pensaría estar frente a un docto en la criminología. Pero no, era un ingeniero. Me decía que la Fiscalía lo había hecho mal porque en CSI no lo hacían así. Es decir, en ese programa de policías y ladrones lo hubieran hecho mejor según su experiencia como televidente.
El asunto no paró ahí: terminó cuando el tipo me dijo que si él estuviera en mi lugar, mataría a todos los detenidos porque él sí era hombre. Joder. Ahí perdí la paciencia. De inmediato le pregunté si él estaba dispuesto a ir a una oficina, con corbata, saco, y entrar a un cuarto a ponerle la pistola en la cabeza a un desconocido. Que nada le había hecho, con el que no guardaba ninguna relación. Hacerlo con diez, con veinte tipos y tipas. Matarlas cada cinco minutos y después llegar a casa y darle un beso a su mujer. Dijo que sí. Sin vacilar.
De inmediato supe que tenía que parar. Que no tenía sentido seguir discutiendo: el tipo era un asesino. Aunque, claro, también está la posibilidad que haya mentido y que en realidad ni siquiera pueda alzar un arma. El asunto es, que el deseo de matar y la justificación estaban vivas en él.
Lo mismo en las redes sociales. La gente clamando por la muerte de otros. Y lo entiendo. Como en los westerns, el sheriff no resuelve el problema de la inseguridad. Un reino de pánico se levanta y los ciudadanos están a merced de los violentos. Tienen miedo, es natural.
En ese estado de temor constante, cualquier especie se torna violenta. Las condiciones de hostilidad lo impulsan a eso. No me imagino cómo hubiese sido mi vida si hubiera crecido en la miseria, en el hacinamiento, con todo en contra para que fracase. Es decir, siendo pobre. Quizá hubiera sido delincuente. O no sé. Si te robaron toda oportunidad de vivir ¿qué sentido tienen las vidas de los otros?
Venimos de la barbarie. Se supone que creamos un sistema de Justicia para que se encargue de los asuntos más funestos sin tomar venganza, sino decida con equidad. Salimos del ojo por ojo, porque nos había dejado ciegos. Esa teoría supone que si alguien comete un asesinato, otro deberá ser cometido para hacer justicia y así ad infinitum. O sea: acabaremos todos muertos. Y no. Pero al parecer resulta más fácil dejarse llevar por el instinto que pensar.
Como todos, tengo miedo de que me asalten, maten, violen a mis hermanas, madres, secuestren a mis hijos. Y quisiera hacer algo al respecto. Es el instinto. Pero se supone que no soy un animal. Así que escojo la otra opción: pensar. Y pensar me hace concluir, que si el sistema está fallando y que lo debo reforzar.
Pero esta gente parece pasar de eso. Basta mirar los comentarios que dejan en la página de Facebook de la PNC o de los diarios. Claman por la sangre de los detenidos. Incluso les exigen a los oficiales de la Policía que los maten.
En algún momento esto empezó a oler a podrido y no nos percatamos. Digo, esta gente, que publica esas ideas, ¿acaso fueron niños? Quisiera saber cómo le hacen para explicarles a sus hijos que están pidiendo que empalen a alguien pero no son malos. Quisiera saber cómo le explican a un niño la diferencia entre un asesino y ellos, gritando, exigiendo, justificando que trescientas treinta y siete personas hayan muerto carbonizadas mientras aplauden los huesos vueltos cenizas y las madres desconsoladas, esperando que el espectáculo se repita para hacerlos felices.
Y regreso a esa fiesta, donde el tipo me exigía lo mismo. Esa gente me da pánico. Tuvieron todas las oportunidades, vinieron de familias acomodadas, tuvieron una formación académica, lo tienen todo: y sin embargo, tienen el mismo perfil de un asesino. Justifican la muerte de alguien con lógica y sostienen que una reacción visceral es aplaudible. Que la sangre corra para ellos es una necesidad.
Vaya. Lo peor del asunto es que la mayoría dice que para acabar con la violencia hay que matar. Me pregunto si alguna vez se han escuchado. Me pregunto si por un momento se detienen a pensar qué ideas son las que promulgan. Creo que no. Y esa es nuestra condena: la gente se siente con el derecho de ir por la vida haciendo lo que su violencia les permita. Terrible.
Sobre todo porque esta gente se pregunta de dónde sale tanta maldad. Como si alegrarse por trescientos treinta y siete personas carbonizadas fuera un hecho de paz. Así de mal estamos. Pero tengo esperanzas. Creo en una vida sensata. También en la Justicia, aunque he visto colegas exigir que maten sin proceso. Y sea como sea, me niego a promulgar sus símbolos de sangre. Porque si lo hiciera, debería por congruencia caminar en cuatro patas y empezar a aullar.
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